Mateo Vázquez de Leca, arcediano de Carmona, fue el que encargó este obra para su oratorio particular. En el contrato especificaba que el Crucificado "ha de estar vivo, antes de haber expirado, con la cabeza inclinada sobre el pecho, mirando a cualquier persona que estuviese orando al pie dél, como que está el mismo Cristo hablándole y como quejándose que aquello que padece es por el que está orando". Es un Cristo de cuatro clavos, según la prescripción de Pacheco que se inspira en la descripción que hace Santa Brígida en sus Revelaciones (que toman también Zurbarán, Velázquez y Alonso Cano). Este cuerpo es perfecto de dibujo, modelado, talla y anatomía, donde todo está equilibrado, sirviendo la materia como puro soporte de la idea.
La composición trapezoidal por los cuatro clavos le da serenidad y  reposo; el canon alargado es aún manierista, perfecta síntesis entre la belleza clásica del cuerpo y el intenso realismo que dimana de él; el sudario envuelve suave las caderas, se anuda a un costado y se amontona rítmicamente en múltiples pliegues delgados, como corresponde a una tela muy fina pero recia, cuyo movimiento quiebra la quietud vertical. Es una interpretación manierista por excelencia. Cristo apolíneo, sin apenas magulladuras ni heridas, salvo las de los clavos... y las producidas por la corona de espinas... Cristo triunfante en su belleza de Dios-Hombre, en la Cruz, símbolo de salvación más que de martirio.

Con este Cristo Montañés define el prototipo de los crucificados sevillanos. La crítica lo destaca como el Cristo más bello de la escultura barroca y una de las más hermosas realizaciones del arte universal,