En este óleo, pintado en 1650, nada aparece como divino o celestial, es una escena familiar, un hogar feliz con una deliciosa estampa cotidiana. Obra de juventud, está a media distancia entre el cuadro religioso y el popular o de costumbres. Murillo se adaptó al gusto imperante y plasmó una religiosidad familiar y tierna que prefiere las seducciones de la religión en detrimento de sus rigores.
El niño Jesús y el perrito se comunican con complicidad mientras San José coge al niño con ternura y delicadeza, mostrándose protector y vigilante como buen padre. Algo apartada está la Virgen María, que hace un alto en sus tareas (hilar y tejer eran consideradas actividades típicas femeninas y símbolo de las virtudes de la mujer) para contemplar divertida y satisfecha a su marido e hijo mientras se come una manzana.
El colorido es escaso y contenido pero la luz ofrece un potente foco proveniente de la izquierda que ilumina frontalmente al niño, al perrito y los rostros de la Virgen y San José, pero deja en acusada penumbra el fondo, en un contraste tenebrista muy barroco.
San José está muy destacado en el cuadro porque en aquel tiempo era objeto de especial devoción, se le consideraba la personificación de la generosidad, abnegación y discreción.
Murillo concibe la escena sacra del mismo modo que Velázquez se había acercado al tema mitológico: una visión cotidiana que tiene como fondo el taller de un carpintero, en la que ningún rasgo particular nos conduce a pensar que estamos ante la familia de Nazaret. Como alarde técnico destaca la rueca que está girando (fíjate en el hilo), algo muy difícil de representar en óleo. Detrás de San José aparecen la mesa, el taburete y sus instrumentos de trabajo de la carpintería. Por cierto, ¿dónde está el pajarito?