Este cuadro fue considerado durante mucho tiempo como el martirio de San Bartolomé, que, según la tradición, fue desollado vivo en Armenia. En todo caso, el atributo típico de este santo es el cuchillo con el que fue desollado. Precisamente fue la ausencia en el lienzo de este cuchillo (aunque hubo quien lo identificó con el que sobresale del bolsillo del verdugo de la derecha) lo que hizo dudar a la crítica de lo acertado de esta atribución. Estudios recientes han demostrado que se trata del martirio del Apóstol Felipe, santo patrono de Felipe IV para quien se piensa que debió pintarlo Ribera, pues ya se registra en el Alcázar de Madrid en 1666. Después de la muerte de Cristo, San Felipe pasó a predicar a Frigia, donde halló la muerte a manos de los paganos. Según se lee en la Leyenda Dorado de Jacobo de la Vorágine, el santo fue atado a una cruz con cuerdas (sin clavos) y después crucificado. Así nos lo presenta aquí Ribera, aunque, como suele ser usual en él en este tipo de asuntos, se limita a narrarnos los preparativos del martirio, no el martirio en sí. La composición está ordenada en función de una serie de líneas diagonales y verticales, y de violentos escorzos. En primer término dos sayones proceden a izar el cuerpo en abandono del santo, ya atado al travesaño de la cruz, mientras un tercero les ayuda sujetando una de sus piernas. Se da un contraste entre el esfuerzo de unos para levantar la cruz y el peso del cuerpo del mártir que tira hacia abajo. El mástil al que va a ser crucificado se pierde en el infinito, mientras las columnas de la derecha están truncadas. Puede hacer alusión al final del paganismo en las columnas ya rotas y el triunfo del cristianismo, a pesar de la persecución. A la derecha, un grupo de personas observa con interés la escena, en tanto que el grupo de la izquierda se muestra indiferente. El espléndido desnudo del cuerpo del santo (en contraste con su cabeza, de rudo pescador), el rico colorido, el amplio y luminoso celaje, y la deliciosa figura del niño de la izquierda, dormido en brazos de su madre y tratado con toques ligeros de pincel, nos indican que se trata de una obra de madurez del artista, pintada en 1639. Tenebrista y realista, en el tratamiento de la luz y en su presentación del desnudo del santo, el lienzo es también un prodigio de composición -con predominio de la línea diagonal que organiza la escena-, de movimiento y de fuerza en los gestos de los sayones que alzan el cuerpo del mártir.