Don Juan Calabazas (Calabacillas)
fue un bufón de la corte de Felipe IV y su apodo, como las calabazas que le
acompañan, hacen referencia a sus pocas luces. Está sentado sobre una piedra
y acurrucado, con la mirada estrábica y una expresión entre temerosa y
servil, que subraya el gesto de las manos. Los enanos y bufones formaban
parte de las cortes europeas desde la Edad Media, disfrutaban el aprecio de
los reyes y sus retratos, en ocasiones acompañando a los propios monarcas,
eran frecuentes en la decoración de los palacios. El retrato fue pintado a
finales de los años treinta, probablemente para la Torre de la Parada, donde
había cuatro cuadros de bufones hechos por Velázquez, los de Francisco
Lezcano, niño de Vallecas y don Diego de Acedo, el Primo. La composición, la
tonalidad y la técnica son semejantes a estos dos últimos: la figura aparece
sentada y la pierna derecha subraya el eje vertical; las tonalidades son
oscuras, como en El Niño de Vallecas; la pintura se aplica muy diluida, en
capas delgadas, como se puede ver en el traje, y la factura es muy suelta,
destacando especialmente la cara y las manos, borrosas y desdibujadas. |
Don Juan de Austria fue un bufón, o hombre de placer, en la corte de Felipe IV. Aparece vestido con elegancia y bien armado, ante un fondo de batalla naval. Se presenta de tres cuartos y su postura guarda una simetría total con la de "Barbarroja", lo cual permite pensar que ambos cuadros formaran pareja. Por su nombre, y por estos otros hechos, se supone que la gracia de este personaje sería representar, junto con el bufón "Barbarroja", una pantomima sobre la batalla de Lepanto. El retrato formaba parte de una serie de seis cuadros de bufones pintados por Velázquez para decorar una galería del Buen Retiro; junto a él estaban Don Juan de Austria y Pablillos de Valladolid. Está pintado en mitad de los años treinta, cercano en fecha a Las Lanzas. Presenta una factura suelta, muy moderna y distinta de su etapa anterior de contornos más precisos y superficies netas. La pintura se aplica muy diluida, hasta dejar la preparación a la vista, y con más empastes sólo en las zonas más iluminadas. Esta libertad puede permitírsela en los cuadros de bufones al ser retratos informales menos sometidos a las convenciones que los retratos reales. La paleta es la más amplia de todos los cuadros de bufones y destaca el tono rojo del traje cuyas telas conocemos con exactitud por un documento contemporáneo. |
Francisco Lezcano (arriba) fue un
enano de la corte de Felipe IV, de origen vizcaíno, y el mote de "niño de
Vallecas" le viene de un error en el inventario de Palacio de 1794. Lezcano
viste un traje verde y tiene en las manos un mazo de cartas. Al fondo se ve
un paisaje similar a los retratos de caza de la Torre de la Parada. La doble
alusión a la caza y al juego avala la hipótesis de que estuviera pintado
para ese lugar, junto con Don Diego de Acedo, el Primo. Los tonos oscuros de
la roca y el traje, que casi se funden, hacen resaltar el rostro, en el que
vemos los rasgos de su enfermedad, visible también en la postura, la cabeza
ladeada y el desaliño en el traje. Está pintado con una factura suelta
habitual ya en Velázquez a mitad de los años treinta: el color se aplica muy
diluido y en grandes manchas; sobre ellas, mediante toques más precisos,
perfila, matiza e ilumina. La nieve y las líneas de montañas se resuelven
con líneas muy ligeras de blanco y la cara tiene el aspecto borroso
característico de Velázquez. Estos retratos, menos sujetos a las
convenciones de la pintura oficial, le permitirían un campo de
experimentación más amplio y una libertad técnica superior. |
Don Diego de Acedo (El Primo)era un
enano de la corte de Felipe IV que ejercía como funcionario en la casa de la
estampilla, una oficina donde se copiaba la firma del rey. El Primo está
sentado en una piedra y rodeado de libros, seguramente relativos a su
oficio, que, por el tamaño, contrastan con su figura menuda. Al fondo hay un
paisaje de la sierra de Guadarrama similar a los de los retratos de caza,
pero muy estropeado en este caso. El paisaje y la postura lo han relacionado
con El Niño de Vallecas y han hecho pensar que estuviera pintado para la
Torre de la Parada, el palacete de caza a las afueras de Madrid. La cabeza
se destaca con fuerza, iluminada, entre el traje y el sombrero, ambos de un
negro intenso y lleno de matices, en el que se pueden distinguir los
brocados. Está pintado con una factura suelta, contorneando la figura con
pinceladas amplias y largas, más empastadas en unas zonas, como las nubes y
menos en otras, como la escritura sobre la hoja blanca del libro. En el
cielo se aprecian unas pinceladas verticales, limpiezas del pincel o
descargas de pintura. El tintero y los libros, que hacen referencia al
trabajo burocrático de don Diego, constituyen una naturaleza muerta en la
que las calidades de los objetos se reproducen, o más bien se crean, con una
precisión casi mágica. Velázquez aprendió esta lección pintando bodegones en
Sevilla con Pacheco y no la olvidó nunca, aunque fue cambiando los medios
técnicos, haciéndolos cada vez más ligeros, rápidos y sutiles, como si las
cosas salieran de su mano sin esfuerzo. |
Sebastián de Morra aparece sentado ante un
fondo que recuerda a Barbarroja y Pablo de Valladolid; un fondo vibrátil en
el que se crea la sensación de tres dimensiones gracias al juego de luces y
sombras. Las piernas están colocadas en un escorzo que disimula, o acentúa,
su pequeñez y, al mismo tiempo, crea profundidad. Presenta las suelas de los
zapatos hacia fuera, formando un primer plano como en el retrato de
Francisco Lezcano, el Niño de Vallecas. La gama de colores es la habitual en
Velázquez: marrón, verde y negro, pero aquí se enriquece y se anima con el
rojo de la ropilla, el oro de los bordados y el blanco de los puños y el
cuello. La técnica es rápida y directa. Velázquez aplica una primera capa de
color y sobre ella matiza y marca detalles, como los botones, las aberturas
o las moñas del pantalón. Utiliza los pigmentos muy diluidos, como se puede
ver en el traje verde, y resalta los adornos mediante toques de pincel
precisos y superficiales más cargados de pasta; así pinta los dorados y el
encaje blanco. El fondo se hace a base de pinceladas amplias y sueltas con
pintura muy diluida sobre una base marrón. Velázquez muestra una libertad enorme en este cuadro, tanto en el espacio como en la propia figura, simplemente abocetada, en la que apenas se definen algunas formas, como las mangas oscuras debajo de la ropilla. Deja a la vista los 'trucos' de pintor, las pinceladas que carecen por completo de forma vistas de cerca y sólo la adquieren con la distancia. Sin duda la condición de estas 'sabandijas de palacio', como se les llamó, permitía al artista unas posibilidades de experimentación que los retratos de los reyes y sus parientes, más sujetos a reglas de etiqueta, hacían más difíciles, aunque no imposibles para un pintor como Velázquez. El cuadro se cortó por tres lados para adaptarlo a un marco oval y luego se le volvieron a añadir tres bandas. La radiografía revela que estos añadidos son de otro cuadro de Velázquez (desconocido) y en uno se aprecian restos de un paisaje al estilo de los retratos de cazadores. Quizá pertenecieran a Don Diego de Acedo, el Primo, quemado durante el incendio del Alcázar. El original era más grande y en una copia del taller de Velázquez, que se conserva, aparecen una ventana y una jarra que quizá estuvieran también en el original. |
El Bufón "Barbarroja", D. Cristobal de Castañeda y Pernía |
Don Antonio, el Inglés |