Vulcano, el griego Hefaistos, hijo de Zeus y Hera, es el dios del fuego. De pequeño fue arrojado desde lo alto del monte Olimpo, por razones distintas según las tradiciones, y quedó cojo para siempre (de ahí la torsión en la espalda con que le pinta Velázquez). A pesar de su defecto físico estaba casado con Venus, la más hermosa y la más coqueta de las diosas. En tanto que señor del fuego, Vulcano lo era también de la metalurgia y fabricaba las armas de los mejores guerreros, como Aquiles o el propio Marte.
El cuadro recoge un episodio famoso de la mitología griega, que cuenta Homero en la Odisea y Ovidio en las Metamorfosis: Apolo, dios del sol que todo lo ve, visita a Vulcano, dios del fuego y de los herreros, para comunicarle que su mujer, la hermosa Venus, le engaña con Marte, el dios de la guerra. La noticia sorprende a Vulcano y a sus ayudantes, los Cíclopes, mientras están trabajando en la forja de armas, quizá las del mismo Marte. Velázquez, contenido como siempre, elige este momento de la revelación por la palabra y no el siguiente, más del gusto de pintores y poetas, por presentar aspectos más novelescos: el herrero forja una red invisible que encierra a los amantes y los expone a la burla de los otros dioses del Olimpo. Velázquez pinta este tema mitológico durante su primer viaje a Italia en 1630, sin encargo previo, por voluntad propia. Lo mismo hace con "La Túnica de José" y con los "Paisajes de la villa Médicis". En los dos casos se trata de pinturas "de historia", que la tradición académica consideraba el género más elevado, porque requería que el pintor conociera la historia, mitológica o sagrada, supiera componer grupos, y no sólo tener buena mano o saber copiar. Del mismo modo la atención que dedica al estudio del desnudo en este cuadro tiene que ver con el ambiente italiano en que se mueve entonces. Y lo mismo el estudio de las fisonomías. Esta obra supone un cambio esencial en su forma de hacer: el espacio está mejor conseguido que en las pinturas anteriores, la iluminación es más uniforme, más matizada y menos contrastada. La pintura se aplica muy fluida y en pinceladas sueltas que, en algunas zonas, permiten que se transparente la preparación. Sólo hay más empastes en las zonas más iluminadas y los brillos se hacen mediante pequeños toques de pincel. A medida que se desarrolla la obra, el pintor va introduciendo modificaciones.
El rostro del segundo cíclope empezando por la derecha refleja el estupor y la sorpresa que la noticia traída por Apolo provoca en los personajes. El realismo que caracteriza a Velázquez se refuerza con la capacidad de análisis psicológico en las expresiones de los personajes y por la traslación del mito clásico a la vida cotidiana, quitando a los cíclopes toda la carga sobrehumana que tenían en el mundo antiguo. La jarra de loza blanca, los vasos y el candil que aparecen en la chimenea constituyen uno de esos bodegones que Velázquez, como otros pintores españoles del siglo XVII, se complacen en incluir en sus obras "mayores". En esta pequeña naturaleza muerta el pintor hace un alarde de virtuosismo a la hora de representar las calidades y las texturas de los objetos cotidianos, como vemos aquí en los toques de color blanco que hacen brillar la loza o en los mínimos puntos de luz que forman las chispas. Algo que había aprendido durante sus años con Pacheco en Sevilla.
 

 La cabeza de Apolo aparece rodeada de un halo luminoso que le identifica como el sol y que sirve al artista para diferenciarlo de la vulgaridad del resto de los personajes. Velázquez hace esos rayos restregando con el pincel en seco. La corona de laurel indica que es el dios de la poesía. También el color claro de la piel, las sandalias azules y el manto contribuyen a esta distinción y éste último pone una nota cálida de color en el cuadro, a la que responden el hierro al rojo y el fuego del fondo.