Se trata de una de las escasas pinturas de tema religioso que hace Velázquez desde su llegada a la corte. Se pueden contar con los dedos de las manos: La coronación de la Virgen, San Antonio Abad y san Pablo ermitaño, Un ángel reconfortando a santo Tomás después de las tentaciones o Cristo y el alma cristiana. Su cargo de pintor del rey le ocupaba en retratos y mitologías, que, por otra parte debían ir mejor con su temperamento, pues en el inventario de bienes que se hizo a su muerte, no se registran apenas libros de devoción, tan frecuentes en las bibliotecas del siglo XVII en España. Velázquez sigue en este Cristo el modelo fijado por su suegro Pacheco, quien pintó un Crucificado en Sevilla, cuando él era sólo un aprendiz de su taller. Pacheco, que dedicó muchas horas a pensar y muchas páginas a escribir cómo se debían representar las imágenes de la historia sagrada, por su cargo en la Inquisición, dictaminó que la crucifixión de Cristo se debía representar con cuatro clavos. El mismo lo hizo así y también Velázquez en sus dos Crucifixiones conocidas, ésta y una más pequeña pintada por la misma época, de atribución insegura. Corrieron muchas leyendas en torno a esta obra, relacionadas con la frivolidad del rey Felipe IV y su afición a las religiosas, o los amores de otro de los hombres más poderosos de este reinado, el fundador del convento, en el que su antigua prometida era priora y que tuvo problemas con la Inquisición. Pintado en el momento en que Velázquez acaba de volver de Italia, muestra el aprovechamiento con que ha aprendido la lección del clasicismo romano en la anatomía, suave y delicada, casi sin rastros del martirio, de un hombre en reposo, más que muerto. Frente a la interpretación teatral que otros pintores, como Rubens, o escultores, como los imagineros españoles, solían dar al tema, Velázquez hace un alarde de contención, suprimiendo cualquier elemento que pueda distraer nuestra atención de la figura. No hay otros personajes, no hay paisaje y la sangre es muy poca. Con todo esto Velázquez consigue una imagen mucho más concentrada y de mayor fuerza.
El cuadro inspiró uno de los poemas más famosos de Miguel de Unamuno, que lleva por título El Cristo de Velázquez.
"No me verá dentro de poco el mundo
mas sí vosotros me veréis, pues vivo
y viviréis, dijiste; y ve: te prenden
los ojos de la fe en lo más recóndito
del alma, y por virtud del arte en forma
te creamos visible. Vara mágica
nos fue el pincel de don Diego Rodríguez
de Silva Velázquez. Por ella en carne
te vemos hoy. Eres el hombre eterno
que nos hace hombres nuevos. Es tu muerte
parto. Volaste al cielo a que viniera, consolador,
a nos el Santo Espíritu, ánimo de tu grey,
que obra en el arte
y tu visión nos trajo. Aquí encarnada
en este verbo silencioso y blanco
que habla con líneas y colores, dice
su fe mi pueblo trágico. Es el auto
sacramental supremo, el que nos pone
sobre la muerte bien de cara a Dios".