Este cuadro al óleo fue pintado por Zurbarán para la Cartuja de Sevilla hacia 1655. Según cuenta la leyenda, en 1084, San Hugo, obispo de Grenoble, procuraba el alimentaba a San Bruno, fundador de los cartujos, y seis compañeros fundadores más. El domingo anterior al miércoles de ceniza les mandó carne para comer. La discusión saltó entre los monjes: ¿deberían comer la carne o seguir la regla que les mandaba hacer abstinencia de carne y guardar silencio total? Mientras discutían, cayeron en un profundo sopor del que no despertaron hasta días cuarenta y cinco días después. Ese día, san Hugo, que no sabía lo que había pasado, subió a verles. Al llegar al refectorio (comedor de un monasterio) vio cómo se despertaban del letargo. Al acercarse a los platos comprobó que la carne se había convertido en ceniza. El paje que acompañaba al obispo quedó sorprendido del hecho. Los monjes llegaron a la conclusión que era del agrado de Dios que siguieran con la abstinencia perpetua de carne. Y así lo siguen haciendo hasta el día de hoy.
El cuadro está animado por el espíritu de la Contrarreforma, que pedía escenas fácilmente reconocibles por los fieles, en este caso, monjes. Por eso, lo cuadros de Zurbarán tienen una composición muy sencilla. Ante una mesa en forma de L están los siete cartujos. San Hugo, delante de la mesa, comprueba los platos. El paje del obispo, también delante, es la única nota anecdótica en la obra. El fondo es una pared lisa y uniforme sobre la que se recortan las figuras de los monjes. Apenas le interesa la profundidad; una simple y pequeña puerta a la derecha, con una arquitectura muy simple al fondo, es lo máximo que se permite para dar idea de profundidad.
El cuadro hay otro cuadro de rico colorido en el refectorio. Es el tema, tan barroco, del "cuadro dentro del cuadro". En él se representan dos escenas; a la izquierda la Virgen María, con el Niño Jesús en el regazo, descansa sentada en su huida a Egipto; a la derecha está la figura de San Juan Bautista, el Precursor, vestido con piel de camello sentado en el desierto. Los dos temas están así relacionados y su sentido es claro: aunque la dificultad de la penitencia que realiza el monje sea grande y dura, ha habido santos que han sabido aceptar las limitaciones y dificultades de la vida; en ellos debe inspirarse y animarse. Un recordatorio constante para los monjes.
La tensión espiritual del momento queda reflejada en los rostros de los monjes en los que se aprecia el rigor de su vida y el estado de arrebato místico en el que están sumidos. Unos rostros propios de naturalismo de Zurbarán en los que se aleja del amaneramiento del manierismo. Zurabarán es maestro en el empleo del color blanco. Varias órdenes religiosas para las que hace distintas series (cartujos, mercedarios, jerónimos, dominicos, etc.) visten con el hábito de este color. Se dice que fue capaz de llegar a conseguir cerca de cien tonos distintos de blanco; por algo se le llama "el pintor de los monjes de hábito blanco".
San Hugo, obispo de Grenoble, fue el gran protector de los cartujos. Un día llegó San Bruno con seis amigos a pedir al santo que les concediera un sitio donde fundar un convento de gran rigidez, para los que quisieran hacerse santos a base de oración, silencio, ayunos, estudio y meditación. El santo obispo les dio un sitio llamado Cartuja, y allí en esas tierras desiertas y apartadas fue fundada la Orden de los Cartujos, donde el silencio es perpetuo (hablan el domingo de Pascua) y donde el ayuno, la mortificación y la oración llevan a sus religiosos a una gran santidad. 
Zurbarán es, también, un gran maestro de naturalezas muertas, a pesar de las pocas obras que nos dejó. Pero en sus cuadros suele aparecer el bodegón trabajado con una admirable técnica. Es el caso de las jarras de cerámica blanca y azul de Talavera con escudos del obispo y de la orden cartuja, de los panes y de los platos con carne que están sobre la mesa.