Fragonard representa un caso aparte dentro de la pintura galante y apunta
-cosa que nunca hizo aquél- hacia los caminos del futuro. En su obra
aparecen ya a menudo elementos de estirpe prerrománica (la ansiedad
obsesiva de La fuente de Amor, la violencia desenfrenada de La
resistencia inútil, el sentimiento grandioso de la naturaleza de La
fiesta en Saint-Cloud) y la técnica deshecha de algunos de sus cuadros
parece anunciar los atrevimientos de Delacroix. Se podría ir incluso más
lejos: en Las bañistas o en La carta lo que encontramos ya
prefigurada es la atmósfera riente e incluso algo de los juegos lumínicos
de los cuadros de Renoir. Desgraciadamente, Fragonard, que según Diderot se contentaba "con brillar en los gabinetes y los guardarropas en lugar de trabajar para la gloria y la posteridad", no eludía hacer concesiones y era a menudo víctima del gusto por la anécdota. Pero incluso en estas pinturas de una sentimentalidad algo dulzona y ridícula puede salvarse gracias a su sentido de la delicadeza. Los felices azares del columpio, su obra más célebre y a la vez una de las menos progresivas desde el punto de vista técnico, tiene asimismo una base absolutamente anecdótica. El instinto pictórico de Fragonard, que le lleva a concentrar la luz sobre el cuerpo de la muchacha haciendo que sólo nos sintamos atraídos por ella, su sentido de la elegancia también y -en este caso- del comedimiento, le hicieron salvar, sin embargo, los peligros de un tema como el que le había propuesto y que ya había sido rechazado por otro pintor debido a su "indecencia". "Desearía -le había dicho el marqués de Saint-Julien- que pintara a madame sobre un columpio empujado por un obispo. Usted me colocará a mí de manera que pueda ver las piernas de esta hermosa niña o algo más si quiere animar su cuadro". En las manos del alumno de Boucher, Fragonard, el hechizo del sexo atiende más abiertamente a los gustos sensuales de los mecenas artísticos. El columpio es en muchos aspectos la más completa expresión de las preocupaciones del estilo rococó tanto de los artistas como de los mecenas. El manejo exquisitamente refinado de la pintura expresa la naturaleza prohibida del tema: un noble contempla desde abajo cómo se hinchan las faldas de una muchacha. En la superficie espumea casi literalmente la insinuación del placer ilícito. La presencia del clérigo empujando el columpio no hace más que aumentar esta atmósfera de voyeurismo. Es una obra sorprendentemente franca, sobre todo cuando uno recuerda que probablemente la chica no lleva nada debajo de la falda: y está muy alejada de la manera elegíaca de Watteau, aunque le debe sus convenciones y el tratamiento. |