La obra se inspira en una
obra de Dancourt. Debe ser leída de derecha a izquierda, pues así nos
muestra el autor los diversos pasos de la conquista amorosa. Un peregrino,
con la vara, la calabaza y un libro amoroso, intenta seducir a una
muchacha sentada. Otro consigue incorporarla, y el tercero la abraza del
talle, al fin.
Se trata de una pintura que quiere seducir representando
escenas de seducción: el cuadro gusta a condición de que contenga placer.
Los "momentos felices" constituyen el tema, el contenido narrativo a
través del cual el artista quiere desvelar las "sensaciones agradables".
De la misma manera que los pintores de la fe multiplicaban el espectáculo
edificante de los actos de fe, los artistas de la fruición, para defender
e ilustrar el credo epicúreo, multiplican las escenas voluptuosas.
Nuevamente nos encontramos ante la propaganda en imágenes, pero reducida
al contagio de la felicidad sensible. La pintura, en su aplicación
imitativa, nos ofrece el espectáculo de un espectáculo.
Watteau inventa un género nuevo en el que la comedia se
desarrolla en la naturaleza y se mezcla con ella, mientras que se borra la
distinción entre el espectáculo teatral y la ceremonia mundana. La
invención supera aquí a la imitación; la composición parece guiada por el
sueño o el recuerdo. Cuando sitúa a sus actores y enamorados bajo los
árboles, ofrece el ejemplo de una fiesta posible e improbable al mismo
tiempo: estos actores, estas grandes damas, estos campesinos, ¿han sido
mezclados de esta manera?, ¿dónde se encontraría tanta confianza y ternura
fuera del sueño de Watteau?. Si no se trataba de la imitación de un
espectáculo real, sí por lo menos de una imagen atractiva, una promesa que
parecía poderse cumplir: el espectador se creía fácilmente transportado.
A pesar de algunos "cupidos", la escena no tiene lugar en la
Arcadia; Citerea es un paisaje de Francia. Introduciendo algunas torpezas
en las formas (una nariz torcida, una sonrisa forzada), Watteau se quiere
mantener en lo que es humano y renuncia a un paraíso quimérico: le repugna
el hecho de disfrazar a sus personajes con figuras de la mitología; más
sutilmente, erige en el corazón de sus bosques las estatuas de las
divinidades paganas, testimonios discretos de los placeres de los cuales
son la figura divinizada. Lo extraño es la familiaridad indolente, entre
cándida y alegórica, que une a los dioses con los hombres: ellos viven
religiosamente en el espacio del placer, ofrecen a los dioses del placer
el espectáculo de su distracción, se evaden de la representación. Las
parejas se alejan de la estatua de Venus, después de haber depositado las
ofrendas: el homenaje ya ha terminado, y la estatua se quedará sola. La
melancolía de Watteau reside en esta coexistencia de un recogimiento y de
un alejamiento, de una intimidad y de una llamada des de lejos. Es una
melancolía originada por un placer de crear consciente que suple a la
alegría de vivir, que finge.
Se trata, en definitiva, de una "fête galante", de una
traslación al lienzo de las distinguidas fiestas al aire libre tan
populares en la sociedad cortesana del siglo XVIII. Representa la
peregrinación a Citerea, la isla sagrada de Venus, diosa del amor, adonde
los Céfiros la llevaron después de su nacimiento.
El cielo vespertino sugiere un melancólico contrapunto a lo
alegre del tema; da la impresión de que el día del amor habrá acabado
cuando los enamorados retornen a la nave que los aguarda para devolverlos
a la realidad. Los amorcillos (algunos empujan al cortejo hacia el barco)
son las únicas "divinidades" de la antigüedad que Watteau acoge en el
lienzo. Cansados de los dioses griegos, los artistas del rococó buscaban
en la naturaleza su guía e inspiración y aludían a aquéllos sólo como
juego o guiño romántico. En el extremo izquierdo del cuadro un amorcillo
intenta lanzar una flecha al revés a una pareja de enamorados (si los
alcanzara, su amor se extinguiría), pero otro más benevolente frustra sus
planes. Las distintas parejas que integran la comitiva podrían entenderse
como una sola, retratada en las fases sucesivas de un proceso psicológico,
como los fotogramas de una película, y a la manera en que la pintura
medieval resolvía la temporalidad mediante escenas simultáneas. A los pies
de Venus una muchacha juega con el abanico: la manera en que éste se
sostuviera o se moviera constituía un lenguaje secreto con el que los
enamorados (a veces sometidos a estricta vigilancia) se comunicaban.
Venus está representada con su hijo Cupido, dios menor armado
casi siempre con el arco y las flechas de que se vale para asaetear a los
humanos y conseguir que se enamoren. La estatua parece casi viva, rasgo
típico de Wattau, en cuyos cuadros las estatuas de piedra parecen a punto
de tornarse en carne y hueso. Entre los objetos colocados a sus pies se
ven armas y armaduras, una lira y libros, que representan la guerra, las
artes y el saber. Un amorcillo se dispone a ceñir a Venus una corona de
laurel. Amor vincit omnia: el amor todo lo vence.
Watteau conduce la mirada de derecha a izquierda siguiendo
una línea que sube y baja como una frase musical. A veces rompe el ritmo,
como por ejemplo con el hombre que sostiene el báculo en el centro de la
escena. Al igual que Mozart (35 años más joven que Watteau) jugaba con
texturas y colores musicales, y le encantaban las modulaciones del fraseo,
este cuadro de Watteau es como una melodía mozartiana visual: podemos
seguir con la mirada las líneas y curvas de la composición, parándonos en
detalles e imbuyéndonos de texturas y colores.
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