Escriba sentado

    Las necrópolis de Giza y Sakkara han proporcionado una cantidad inmensa de estatuas de particulares. La época de la primera mitad de la V dinastía, esto es, los años comprendidos aproximadamente entre 2463 y 2380 a. C., puede calificarse de espléndida. A partir de la fecha apuntada en último lugar, se mantiene la calidad técnica, pero sin alcanzar las cotas artísticas anteriores. En líneas generales se hace sentir una tendencia a relajar la tensión de las posturas que hacía a las estatuas, aunque estuvieran en grupos, tan terriblemente cerradas en sí mismas. Reina una inclinación a una naturalidad y una humanidad mayores, cualidades que hace a muchas estatuas enormemente simpáticas y por ello famosas entre el gran público.
    A esta simpatía deben en gran medida su popularidad los escribas sentados del Louvre y del Cairo. Los dos constituyen un dechado de perfección de un género muy típico del momento, el de las figuras que desarrollan una actividad que puede ir desde el noble ejercicio de la escritura al humilde y simpático acto de moler grano. Conforme a un canon establecido y del que hay otras muestras, el escriba aparece sentado, con las piernas cruzadas, el punzón o estilo en una mano y un extremo del rollo en la otra, como dispuesto a realizar un menester que por difícil y poco divulgado le hace sentirse ufano de sí mismo. Sus autores los han labrado en sendos bloques de caliza, les han puesto unos ojos de cristal que aún hoy conservan el brillo húmedo de ojos vivos, y los han pintado de pardo y ocre. El cristal de roca de los ojos recubre las piezas de que éstos se componen: córnea de alabastro, iris de basalto, pupilas de plata; los párpados son también postizos, fijados mediante clavijas de cobre. Es curioso el interés que estos artistas pusieron en vaciar el espacio que media entre los brazos y el tronco, pensando sin duda en que el hueco las haría parecer más estatuas, menos relieves, como les ocurre a los escribas labrados en granito o en otras piedras más ingratas que la caliza.
    Ante el escriba del Louvre, tan vital dentro de su hermetismo, mucha gente se pregunta quién y qué habrá sido. Lo ignoramos. Ha podido ser el secretario de un personaje de alcurnia, o más probablemente aún, un alto dignatario de la corte, como parecen indicar su mirada astuta y su expresión, una expresión que irradia competencia, conocimiento de los hombres y seguridad de sí mismo.

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