La guerra de Troya comienza
con la boda de Tetis, una ninfa del mar considerada como diosa, y
Peleo, a la que asisten casi todos los dioses. Eris, diosa de la discordia,
no fue invitada, por lo que se enfadó e ideó crear un problema entre los dioses. Hizo una manzana
dorada en la que escribió "A la más bella" y la tiró sobre la
mesa del banquete en la que estaban Hera (Juno), Atenea (Minerva) y
Afrodita (Venus). Las tres diosas dijeron que
la manzana era suya porque las tres se creían las más bellas.
Discutieron y, como no consiguieron saber de quién era, acudieron a
Zeus (Júpiter) para que éste dijera quien era la más bella. Pero
Zeus, como no quería quedar mal con ninguna, envió a a Hermes
(Mercurio), mensajero de los dioses, para que fuera a Paris, el pastor
hermoso, y le preguntara a quién elegía como la más más hermosa. A
ella debería entregar la manzana. El pastor reflexionaba sentado bajo un árbol mientras Mercurio llevaba en la mano el fruto dorado de la discordia. Las diosas esperaban el juicio intentando convencer al joven. Minerva (izquierda), con armadura y una lechuza, le anunciaba el éxito en la guerra; Venus (en medio), acompañada de Cupido, le ofrecía por esposa a la mujer más bella; y Juno (derecha), le promete la grandeza. La elegida fue Venus. |
Hay varias versiones sobre la relación inicial entre Paris y Helena. Según una de ellas, Paris fue a Esparta, donde fue recibido por Menelao, el rey, y Helena su esposa. Pero Menelao tuvo marchó a Creta para asistir a un funeral. Venus provocó que Helena se enamorase de Paris, y los amantes huyeron juntos de Esparta con el tesoro de Helena mientras Menelao se encontraba aún en Creta. Tras varias peripecias, llegaron a Troya. Imagen: Paris y Helena, crátera de figuras rojas, 380-370 a.C. Louvre. |
Otra tradición narra que Paris raptó a Helena y la llevó consigo por la fuerza. Imagen: Rapto de Helena, de Tintoretto (Museo del Prado) |
El caso es que Menelao, acompañado por una gran coalición de ejércitos comandados por los antiguos pretendientes de Helena y otros caudillos aqueos (griegos), zarpó hacia Troya en busca de su esposa. |
Quebrantados los jefes griegos por la guerra construyeron, bajo la inspiración de Atenea, un caballo tan alto como un monte, hecho de tablas de abeto. Era, según ellos, una ofrenda a la diosa para que protegiera su retirada, y así lo hicieron circular. Entretanto, sortearon a sus hombres para ver a quiénes correspondía ocupar el vientre del monstruo; y pronto se vio éste lleno de gente armada. Hecho lo cual, los griegos se retiraron a una isla que se divisa desde la costa troyana... Muchos troyanos, estupefactos ante la ofrenda a la diosa Atenea, que había de ser tan fatal para nosotros, admiraban el caballo gigante. |
En esto, un grupo de pastores troyanos lleva ante
el rey, con grandes gritos, a un hombre joven, que muestra las manos
atadas a la espalda. Es un desconocido que se dejó prender
voluntariamente, y que tiene el propósito de abrirles a los griegos
las puertas de Troya, seguro de sí mismo y dispuesto a sostener su
papel de traidor como a sufrir una muerte cierta. La juventud
troyana le rodea enseguida, escarneciendo a tan extraño cautivo. (imagen:
El Vergilius Romanus, también conocido como Virgilio Romano, es un
manuscrito iluminado del siglo V de las obras de Virgilio.
Desdichado de mí, dijo Sinón, ¿habrá desventura igual a la mía,
que no puedo estar entre los griegos, y quieren mi suplicio y mi
sangre los troyanos?... voy a confesarte, oh príncipe, lo que me ha
impulsado hacia aquí. En primer lugar, soy griego; no he de
negarlo... Más de una vez los hombres de mi pueblo quisieron ordenar
la retirada y abandonar el sitio de Troya, renunciando a una guerra
tan dura que así los agotaba... Los griegos pusieron siempre su fe y
su confianza en el apoyo de Palas. Pero desde el día en que el impío
Diómenes y el inventor de crímenes Ulises asaltaron el templo
sagrado, y se apoderaron de la imagen, tocando con sus manos
ensangrentadas las vendas de la diosa, la esperanza de los griegos
empezó a desvanecerse... Entonces Calcante vaticinó que era preciso
embarcar y huir, porque Troya no caería nunca en sus manos si no
volvían a Argos por nuevos auspicios y no recobraban el favor de la
diosa. Y fue por su consejo, para expiar el robo de la imagen, y
para desagraviar a la diosa, por lo que ellos construyeron esta
efigie (el caballo). Quiso Calcante que la ofrenda fuese una masa
enorme, e ideó esta gran armazón de madera, para que no pudiese
entrar por vuestras puertas, ni albergarse en el recinto de vuestras
murallas, ni poner, por tanto, al pueblo de Troya bajo su
protección. Por eso, si ahora profanan vuestras manos esta ofrenda a
Minerva, provocaréis una gran devastación para el imperio de Príamo
y para los frigios. Mas si, por el contrario, la lleváis con
vuestras propias manos a vuestra ciudad, la ofensiva de una guerra
espantosa llevará un día a toda el Asia contra el Peloponeso". Tan insidiosas palabras y un arte tan hábil de combinar juramentos y presagios nos hicieron creer lo que decía Sinón; y los que no fueron derrotados por el feroz Aquiles, diez años de guerra y una flota de mil naves, quedaron vencidos por la astucia de un hipócrita y la hipocresía de unas lágrimas. |
Entonces bajó de lo alto de la ciudadela Laoconte, seguido de tropel numeroso y gritando ya desde lejos: "¿Estáis locos, infelices troyanos? ¿Suponéis por qué se marchó el enemigo? ¿Creéis que puede haber ofrenda de griegos sin traición? ¿Es que no conocéis a Ulises? O los aqueos se han encerrado en esta mole de madera, o es una máquina construida para demoler nuestros muros, o para ver desde lo alto nuestra ciudad. En todo caso, se trata de una estratagema. No os fiéis de ese caballo, troyanos. Sea lo que fuere, recelo siempre de los griegos, hasta cuando hacen ofrendas a los dioses". Dicho esto, lanzó con todas sus fuerzas una enorme jabalina contra el redondo vientre del animal, que en él quedó clavada y vibrando. Pareció que arrancaba un quejido de las profundas cavidades del monstruo. Sin la enemiga de los dioses y sin nuestra ceguera, Laoconte habría conseguido destruir aquella trampa de los griegos... |
Otro prodigio tuvo lugar ante nuestros corazones sobresaltados y nuestros ojos atónitos (imagen: grabado de Giovanni Battista Fontana). Inmolaba Laoconte, sacerdote de Neptuno, un toro enorme en el altar de los sacrificios, cuando, de pronto, vimos surgir de la isla de Tenedos, y meterse en las aguas tranquilas y profundas, -con horror lo cuento-, dos serpientes de gigantescos anillos, que se dirigían pesadamente a nuestra costa. Avanzaban sobre las aguas con el busto erguido y dominaban las olas con sus crestas color de sangre. El resto del cuerpo se deslizaba con lentitud por la superficie, y sus enormes ancas parecían arrastrar los pliegues sinuosos. A su paso el mar se llenaba de espumas y rumores. Cuando tocaron tierra, vimos sus ojos vibrantes, inyectados en sangre, que despedían llamas, mientras lanzaban silbidos sus vibrantes lenguas. Huimos atemorizados. Y ellas, sabiendo bien adónde van, se dirigen a Laoconte, y caen primero sobre sus dos hijos, a cuyos tiernos miembros infelices quedan enroscadas. Acude enseguida el padre, armas en mano, para defenderlos, y es presa también de las serpientes, que ligan pronto a su cuerpo las estrechas cadenas de los anillos. Dos veces pasan un torso escamoso alrededor de la cintura del desgraciado, y otras dos en torno a su cuello, quedando libres todavía la cabeza y la cola. Laoconte se esfuerza en vano en desasirse. Todo él se ve como rociado de baba y de negro veneno, y lanza a los cielos horribles clamores. No de otro modo muge el toro herido que escapa del altar sacudiendo de su testuz el hacha mal clavada. Por fin lo sueltan las serpientes, y se deslizan hacia las alturas en donde están los templos, llegando pronto al santuario de la diosa cruel, y ocultándose a sus pies, bajo al orla de su escudo. Nosotros temblamos todavía; pero más se estremecen nuestros corazones al oír que Laoconte ha sido condenado en justicia por su sacrilegio, por haber profanado con sus armas aquel caballo que estaba ofrendado a Minerva, lanzando contra sus costados una jabalina criminal. |