Durante la época clásica griega los templos se dedicaban a los grandes dioses o diosas de cada ciudad. Los templos albergaban la estatua del dios o de la diosa; se entraba en su interior para venerar la estatua divina, pero no eran lugares de reunión. Los sacrificios se hacían delante del templo, en un espacio sagrado alrededor del mismo, el témenos, donde se encontraban los altares para los sacrificios. Durante el período helenístico, ya a finales del siglo IV a.C., estos altares fueron aumentando de tamaño hasta hacerse realmente grandes. Un buen ejemplo es este altar que se encuentra en la acrópolis de Pérgamo y que fue levantado durante el reinado de Eumenes II (197-159 A.C.). No es, por tanto un templo, sino el altar de un templo. Está construido sobre un podio sobre el que se levanta una columnata de orden jónico dividida en tres cuerpos, uno central al fondo y dos laterales y con una gran escalinata. La columnata central daba su espalda a un patio cuadrangular que era el espacio reservado para los sacrificios en el que se quemaba incienso y se hacían libaciones en honor de los dioses. La reconstrucción del altar hoy día en el museo de Berlín ha modificado esta disposición. Lo más importante de la obra se encuentra en el podio o basamento con su decoración escultórica hecha en medios relieves con 2,30 m de altura y 113 m de longitud. Las inscripciones en la cornisa superior y el zócalo nos recuerdan el nombre de los artesanos de Rodas, Éfeso, Ática y Pérgamo que lo construyeron. Se trata de una obra magnífica (fue considerada una de las siete maravillas del mundo) en la que no cabe buscar ni la armonía ni el refinamiento de la primitiva escultura griega, El artista se propuso conseguir efectos de gran fuerza dramática.

El zócalo interior (ver maqueta arriba y abajo) está decorado con un friso narrativo con la historia de Telefo, el supuesto antecesor mítico de la familia reinante. El friso exterior tiene una distribución iconográfica que va desde el lado oriental con las divinidades olímpicas (Zeus, Atena), al lado sur con las divinidades y fuerzas del cielo diurno y de la luz, hasta el occidental con las divinidades marinas y las de la tierra precedidas por Dionisos, y el norte con las divinidades de la noche. El tema central del lado oeste, el primero que veía el visitante, representa a Zeus luchando contra tres gigantes a la vez, mostrando su cuerpo poderoso al resbalar los ropajes por sus espaldas; también está Atenea, que se gira para vencer a otro enemigo. Los gigantes, que llevan las de perder, aparecen con piernas de serpiente, alados, o en forma de simple ser humano. Existe una cuidada ordenación y variación de las poses de cada figura: de perfil el que se cae a la izquierda de Zeus, el de la derecha, cae sin sentido sobre sus rodillas y su cuerpo presenta una perspectiva de tres cuartos; a la derecha, un tercer gigante, de espaldas, se levanta sobre sus piernas de serpiente para continuar la lucha. Paradigma de la escultura helenística, estos relieves reúnen la mayoría de sus características como la tendencia al realismo, al movimiento, al "pathos" a lo sensual. El naturalismo consigue que los seres humanos se caractericen no sólo por su edad, personalidad, sino también por el estado emocional; el interés por la anatomía llega a delimitar cada uno de los músculos, produciendo enérgicos efectos de claroscuro.

Hoy el altar está reducido a la gran escalinata y la columnata que la rodea. Algunas de las esculturas del friso están en las paredes laterales.
 La batalla se desencadena con una violencia terrible, en la que los titanes son aniquilados por los dioses triunfantes, y se debaten entre el dolor y la agonía. Un salvaje movimiento y la agitación de los ropajes lo llenan todo. Para conseguir efectos más llamativos, el relieve ya no es plano, sino que está compuesto con figuras que casi salen totalmente de la pared (altorrelieve) y que, en la lucha, parecen desbordarse por la escalera que lleva hacia el altar.

El tema dominante de Zeus y Atenea, un dios y una diosa poderosos, que se mueven en direcciones opuestas y se giran para mirarse mutuamente, es el mismo tema de la composición del frontón occidental del Partenón. Se subraya, de esta manera, la pretensión de los reyes de Pérgamo de erigirse en herederos culturales de los atenienses del siglo V a.C. (abajo detalle)

La Gigantomaquia recuerda las grandes composiciones de los frisos clásicos. La lucha entre dioses y gigantes se extiende por los cuatro lados del friso en un ritmo de cuerpos entrelazados, en altorrelieve, sobre un plano en el que las sombras se perfilan intensamente marcando agudos contrastes. A pesar de la enorme cantidad de motivos y figuras, el friso de Pérgamo recupera algunas de las cualidades esenciales de la estatuaria clásica del último momento: su claridad y nitidez, su organización visual y, en última instancia, su monumentalidad. El convincente empleo del altorrelieve permite la disposición de motivos en varios niveles de profundidad (no en un inexistente espacio tridimensional; esta profundidad no responde al concepto naturalista o empírico de profundidad espacial), según aquel principio de composición sobre el plano que era propio del clasicismo, logrando así que las figuras destaquen nítidamente del entorno y se enfrenten unas a otras como elementos singulares. La gran agitación y el carácter extremadamente voluminoso de muchas de ellas, la narrativa gesticulación de sus rostros o la curiosa descripción de sus formas no son obstáculo para una visión global del conjunto y una fácil aprehensión del ritmo.

...la diosa Tierra, madre de los gigantes, suplica a Atenea para que perdone la vida de su hijo... (detalle)

Atenea, alejándose de Zeus con paso enérgico, coge a un enemigo por los cabellos: se trata del gigante Alcioneo que perdía toda su fuerza cuando no tocaba de pies en el suelo. El gigante, cuyas alas ocupan la parte superior del relieve, mira a la diosa con ojos angustiados, con una expresión de dolor y dramatismo que recuerdan las obras de Scopas. A la derecha de Atenea, la diosa Tierra, madre de los gigantes, suplica a Atenea para que perdone la vida de su hijo, pero Atenea permanece impasible, y una Victoria alada, que ya conoce el desenlace, pasa volando sobre la cabeza de la diosa Tierra para ir a coronar a Atenea.