Esta escultura procede del retablo del convento de san Benito (Valladolid). El grupo constituye un singular exponente de la formulación de los conceptos manieristas aplicados a la escultura con fines devocionales. Abraham parecen estar inspirado directamente en El Laoconte. (Vasari no sólo dice que él fue testigo directo de su descubrimiento, sino que Bramante le encargó una copia del famoso grupo escultórico); aunque Berruguete introduce novedades aprendidas en la Italia renacentista y de su propia inventiva. En estas obras pequeñas del retablo de san Benito, la masa escultórica, tan importante para Miguel Ángel o Donatello, se transforma en una llama agitada, frenética, ingrávida y estilizada. Los sentimientos dejan de ser introspectivos; ya no son una tortura interior, (reflejada en rostros de mirada dura y penetrante y expresión facial contenida), ahora son mostrados abiertamente, llegando, incluso, al paroxismo.

Berruguete tiene un estilo muy particular, nervioso, donde la pasión y el movimiento se desatan, sacrificando la perfección técnica en favor del dramatismo. Para unos, las proporciones rotas en sus obras o el negligente tratamiento de la anatomía son características progresistas que muestran cómo el autor daba más importancia a su interpretación personal que a la mera reproducción de la naturaleza. Para otros, en este desprecio a la naturaleza también puede verse ciertas actitudes patéticas más propias de una tradición goticista. Sin embargo, en la preocupación por el desnudo, en las composiciones inestables y en la monumentalidad y la fuerza, es fácil ver la influencia manierista. A estas características, mezcla de manierismo, formas italianizantes y góticas, aporta su propia personalidad, eligiendo un canon alargado, enjuto y nervudo; la estatura de sus personajes equivale a diez cabezas.

A pesar de su formación italiana, antepuso la fuerte expresión a las maneras suaves del manierismo, el color de la policromía al blanco del mármol y muestra además una innegable influencia de la escultura del gótico, todavía presente en esa Castilla de principios del siglo XVI. La imaginería, especialidad de la escultura que da preferencia a las imágenes religiosas, se caracteriza por un realismo exacerbado a fin de ser utilizada más directamente en la predicación y en las procesiones. En España, esta tradición hunde sus raíces en el románico y el gótico y se prefirió la talla en madera para luego  pintarla en vivos colores y en muchas ocasiones estofada en oro. Berruguete era consciente del fuerte papel que este realismo tenía en la imaginería y cuando regresó a España trabajó preferentemente esta temática, dejando relegada a un segundo plano la escultura de mármol y bronce, tan importantes para el renacimiento y manierismo italianos. El tema, ya de por sí intenso y cargado de fuertes connotaciones trágicas, es afrontado por Berruguete de una manera tal que, superficialmente, pareciese que los conocimientos del manierismo italiano no hubiesen pasado nunca por su carrera. La plástica es definidamente gótica, de ese último gótico presente en Castilla por esa época, que tiene su asiento preferencial en la devoción religiosa de las gentes comunes, no conocedoras del humanismo y la sofisticación de Rafael o Miguel Ángel.

Abraham, que se ve obligado a sacrificar a su único y amado hijo, voltea su cara al cielo con una expresión que denota su total devastación interior por tener que realizar este sacrificio supremo. Sus palabras y sus lágrimas dejan ver la desesperación, la prerrogativa del simple mortal, que le provoca su papel de siervo de los designios de un Dios que se le antoja cruel y despiadado, del que es sólo un siervo. No hay ninguna resignación más que la que muestra la postura desganada de su cuerpo, como si estuviese a punto de desmayarse, y su mano derecha que sostiene el cuchillo (ahora perdido) que todavía no quiere efectuar el cruel holocausto. Su brazo y mano izquierda agarran el cabello de su hijo y lo empiezan a levantar para facilitar el corte del cuello. Todavía no ha aparecido el Ángel que detendrá este acto despiadado, por lo que no hay ninguna esperanza a la vista. Isaac se muestra desnudo, pero no es una desnudez heroica al modo renacentista, antes bien esa condición denota su fragilidad y su condición de criatura desvalida, que se enfatiza con sus manos atadas por la espalda, impotente para defenderse. En su rostro bañado de lágrimas se pueden apreciar varias expresiones simultáneas: terror, aflicción, desvalía y también rabia. Es un ser humano que no entiende la trascendencia de lo que está ocurriendo y se ve impotente para poder detener el sacrificio que acabará con su vida, el bien más preciado para toda criatura. Parafraseando a Nietzsche, el siempre inconforme, esta escena es una representación humana, demasiado humana.

Isaac, el hijo, está está arrodillado y maniatado. Su padre le sujeta por el pelo. Es un estudio importante de la anatomía, que también expresa una tensión similar a la de su padre. Su rostro es fiel reflejo del sufrimiento: no se explica por qué hace su padre eso y está desesperado. Parece estar llorando, su cara es realmente expresiva con la boca abierta y el ceño fruncido. El hijo de Isaac aparece desnudo al contrario que su padre. Las túnicas generan más movimiento al conjunto y tiene unos pliegues detallados creando curvas y hondas de tamaño importante.