En junio de 1786 se documenta una
colección de bocetos para los cartones de trece tapices destinados al
comedor del Palacio de El Pardo. Es la serie más ambiciosa y de mayor
calidad ejecutada por Goya para la Real Fábrica.
Se representan las cuatro estaciones :
"Las floreras o la Primavera", "La era o el Verano", "La vendimia o el
Otoño" y "La nevada o el Invierno". Destacan por las espléndidas
composiciones, en perfecta armonía de personajes y paisajes, y por la
riqueza cromática, incluso la utilizada a base de blancos y grises en el
tema del invierno, reflejado con una gran carga de realismo.
A éstos se añaden "Los pobres en la
fuente" y "El albañil herido" del que se conserva un boceto previo que lo
transforma en "El albañil borracho", diferenciándose entre sí sólo por las
expresiones de los dos portadores, afligidos en un caso y divertidos en el
otro. Es el único cartón del que no se conoce el tapiz. La estancia se
completaría con escenas para rincones y sobrepuertas: "El niño del
carnero", "Niños con dos mastines", "Cazador junto a una fuente", "Pastor
tocando la dulzaina", "Varios pájaros volando" y "Dos gatos riñendo" y
"Pájaro en la rama de un árbol", localizados en 1984 y 1987 en los fondos
del Museo del Prado. No está claro el programa para el dormitorio de las
Infantas en el Palacio de El Pardo. Hay bocetos que no fueron nunca
pasados a cartón, destinados a esa estancia: "La Pradera de San Isidro",
"La ermita de San Isidro" y "La merienda campestre" de 1788, el año de la
muerte de Carlos III, que quizá paralizó el proyecto definitivo. Un cuarto
boceto sí fue llevado a cartón y a tapiz: "La gallina ciega". |
En 1788 Goya recibió la orden
de realizar otros proyectos de cartones para tapices, continuando la larga
tarea emprendida trece años antes; estaban destinados esta vez a los
aposentos de los infantes, en El Pardo. De ellos solamente uno llegaría a
plasmarse en cartón, quedando los demás en simple boceto; la muerte de
Carlos III, al parecer, interrumpió el encargo, que se transformó en otro
muy distinto.
Dos espléndidos bocetos de esta serie atraen la atención por la
maravillosa inventiva de que hacen gala, y la perfecta técnica con que
están ejecutados: La ermita de San Isidro el día de la fiesta y el
presente. En ambos la libertad de ejecución, el colorido riquísimo y la
brillantez de las escenas los convierten en auténticas joyas, restallantes
de luz. Al tiempo y merced a la maestría habitual de Goya se despliega una
levísima bruma plateada que envuelve a los personajes en pleno bullicio y
diversión. En el segundo cuadro resplandece al fondo Madrid, evocando, en
clave dieciochesca, la velazqueña Vista de Zaragoza, producto de la
colaboración entre el maestro sevillano y su yerno Mazo, y también los
pormenores arquitectónicos de Joli que trabajó en Madrid reinando Fernando
VI. Asimismo, los paisajistas franceses al estilo de Vernet y otros
pudieron influir en Goya tanto a través de pinturas -Carlos IV siendo
Príncipe de Asturias tuvo varias, algunas de encargo directo- como merced
a los grabados, muy difundidos en aquellos años.
Destaca entre todas las obras de ese momento La pradera por
ser la que posee mayor originalidad. Más que los personajes que la
pueblan, el verdadero protagonista es el paisaje urbano de Madrid,
extendido más allá del río Manzanares que discurre al pie de los
farallones rocosos, sobre los cuales se alza la ciudad. Numerosísimas y
diminutas figurillas aparecen en ambas márgenes del río en muy variadas
actitudes, plenas de vida e inmediatez, sobresaliendo las del riguroso
primer término.
En la historia general de la pintura y en la
ejecutoria particular de Goya este cuadro tiene un valor excepcional y
goza de un puesto muy distinguido. El aragonés pintó paisajes en raras
ocasiones y cuando los llevó a cabo son imprecisos e incluso irreales o
tienen un alto contenido de idealización, encontrándose sus elementos poco
definidos. Son como anotaciones a las que no presta atención excesiva
puesto que las concibe para que sirvan de fondo de obras a modo de telón
sobre el cual resaltar un retrato o una anécdota concreta. Incluso, en los
cartones para la tapicería, cuando aparecen las orillas del Manzanares se
configuran como lejanías algo confusas o inconcretas que cumplen la misión
de subordinarse a la escena principal. En cambio La pradera denota
un evidente estudio del natural tanto por sus luces como por el cromatismo
blanco y rosado de las lontananzas y la exactitud de la topografía sin
renunciar al lirismo.
Se advierte que Goya quiso representar un lugar preciso, establecer
unas coordenadas geográficas claras, mostrar una fiesta popular en todo su
apogeo, describir pormenores de la capital del reino y destacar aquel
Madrid de hace doscientos años con la recién construida iglesia de San
Francisco el Grande, el perfil de la ciudad con los finos capiteles de sus
edificios religiosos y la masa del Palacio Real que parece tanto amparar
la alegría general, como vigilar y velar para que todo continúe
desarrollándose con las necesarias garantías de tranquilidad y solaz de
las gentes que acuden al festejo tradicional madrileño. De hecho se sabe,
por la correspondencia mantenida entre Goya y Zapater, que el primero
comentó al segundo que el asunto de la obra era: "la Pradera de San
Isidro, en el mismo día del Santo con todo el bullicio que en esta Corte
acostumbra haver". |
A partir de 1775 comienza para Goya un período de gloria y popularidad,
así como de fuertes ingresos; el ambiente cortesano y su público
consumidor y receptor, se reflejan en el aspecto general de su producción:
son obras de fresco colorido, desenvueltas e ingenuas, de carácter rococó.
El pintor se convierte en el retratista de moda. Su mundo de majas y
embozados satisface el gusto de la aristocracia porque era popular. Hasta
los cuarenta años Goya se limita a pintar escenas costumbristas, que no
hacen prever al maestro singular de las etapas posteriores. Si hubiese
muerto a los 40 años no hubiese pasado de ser un pintor de segunda fila.
Admirador de Velázquez, fue elegido, el 1780, "miembro de
méritos" de la Academia de San Fernando, a la que ingresó con el audaz
"Crucifijo". Temporalmente en Zaragoza (1780-81), decoró al fresco una de
las cúpulas del Pilar, obra renovadora que le enfrentó con su cuñado. De
nuevo en Madrid, ejecutó el encargo de pintar un altar de San Francisco el
Grande e inició una larga serie de retratos de personajes con el conde de
Floridablanca. Protegido por la duquesa de osuna, el 1785 se convirtió en
teniente de pintura de San Fernando y el 1786 ya era pintor fijo del rey
Carlos III. Continuó haciendo cartones para tapices con temas madrileños,
como La gallina ciega.
Se trata, pues, de una época en la que frecuenta los salones
aristocráticos, de una etapa de figuras estéticas, de finura y elegancia
en los retratos, de composición amanerada y fría, y de plasmación de
escenas populares con un fuerte grado de austeridad, en la que predominan
los colores rojos y grises, la factura acabada, el dibujo de trazo
continuo y los temas amables. Evoluciona des de los primeros bocetos para
tapices, rudos en la composición y afectados por un costumbrismo
académico, a los retratos de los personajes, con una paleta más clara y
brillante, en parte influida por el estudio de Velázquez.
La Gallina ciega es el único cartón conocido de la serie de
tapices destinados a decorar el dormitorio de las infantas del Palacio del
Pardo. En el cartón definitivo se aprecian una serie de cambios respecto
al esbozo inicial, para conseguir simplificar y clarificar la composición.
Suprimió una multitud del fondo y dio más movilidad y ritmo a las figuras.
Fácilmente observamos cómo ha alterado y trastocado el
significado tradicional del tema de la fête champêtre, abriendo el
camino que conducirá a Manet y su Déjeuner sur l'herbe. La
inocencia del tema pastoral se ha convertido en sofisticación y artificio,
y los personajes de Goya parecen marionetas. La artificiosidad de la
representación la acentúan la discordancia entre las figuras y el paisaje
del fondo; Goya concentra, de esta manera, la tensión visual en el grupo
que juega.
Su significado se ha interpretado también como metáfora del
amor ciego, que aparta la vista de su víctima cuando le ataca.
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