El grupo de madrileños es totalmente heterogéneo, hombres toscos, vulgares, harapientos, un fraile..., probablemente algunos de ellos ni siquiera habrían participando en el levantamiento, eran simples espectadores, o pasaban por allí y ahora se encuentran enfrentados a un pelotón de ejecución. Lo que plasma Goya es la reacción individualizada ante la muerte inmediata; el cadáver de primer término, de bruces en un charco de sangre, deja claro su destino. El fraile, arrodillado, aprieta las manos en actitud suplicante; justo encima de éste, un rostro con los ojos totalmente abiertos mira hacia arriba; detrás, otro con los puños cerrados se tapa las orejas, como si no quisiese oír la descarga; otro, al fondo, se tapa la cara no queriendo ver a los verdugos. La víctima central, destacado por su camisa blanca, levanta los brazos con una actitud desafiante ofreciendo el pecho a los soldados, pero su valentía ya no sirve para nada, está ya muerto y lo sabe; sus rodillas se riegan con la sangre de los que anteriormente han sido fusilados y sus cuerpos yacen en desorden.
Es un cuadro que rompe con el neoclasicismo de la época. Nos muestra la Historia como una carnicería, la naturaleza como el marco en el que se produce el horror, la ciudad duerme ajena a la matanza, no hay lugar para la belleza, para el academicismo. No es propiamente una obra que perpetúe la insurrección nacional contra los franceses. Es más el retrato del antihéroe, no del guerrero sino de las victimas de la guerra, es un testimonio antibelicista, por eso ha pasado a la Historia del Arte como algo más que un cuadro de Historia.

Goya planteó dos temas cruciales, que se complementan visualmente y tienen un significado conjunto: el violento ataque del pueblo de Madrid a las tropas de Murat en la mañana del 2 de mayo y la consiguiente represalia del ejército francés. Escogió para este último asunto, iniciado ya por las tropas francesas en la misma tarde del 2 de mayo en el paseo del Prado y a la luz del día, las ejecuciones de la noche y la lluviosa madrugada del 3 de mayo a las afueras de Madrid, lo que confería a la escena un mayor dramatismo.
Goya subraya la barbarie de la guerra en el rojo de la sangre ya derramada, ofreciendo una morbosa situación de la muerte.
Es una obra simbólica. Hay en el cuadro todo un enfrentamiento de fuerzas. De un lado, el grupo de franceses, que actúan con fuerza arrolladora, como símbolo de todos los sojuzgamientos. La otra fuerza es la inocencia: una fuerza moral. El patriota no tiene otro medio para protestar que abrir los brazos como un crucificado para recibir la muerte. La rebeldía ante la muerte inmediata de los que van a ser fusilados aparece con una verdad e intensidad no imaginables en quien fue autor de La gallina ciega. Sus multitudes se levantan en estos y otros cuadros con un grito de protesta ante la injusticia e irrumpen desbordadas en el cuadro. Percibimos la vida del pueblo como elemento político, la agitación de las masas. Este amor al pueblo convierte al propio pueblo en sujeto protagonista de su propio destino.
En la composición del cuadro hay dos grupos enfrentados y contrapuestos: el de los fusilados, desordenado, tremendamente expresivo, y el de los soldados, en perfecta formación, pero terribles ya que están matando a otros semejantes. Se sitúan perfectamente alineados, y están pertrechados con su uniforme, el petates y el sable; empuñan sus armas con la bayoneta calada, prestos a matar; es para lo que han sido entrenados. Frente a la individualización del grupo de madrileños,
No vemos los rostros de los soldados, pero no importa: su eficacia es absoluta. Son verdugos anónimos, máquinas de matar que ejecutan órdenes, pero que en un momento determinado, al ser también hombres del pueblo, se pueden convertir también en victimas de esa guerra. Todo en el cuadro contribuye a acentuar el dramatismo de esa muerte, la negrura del cielo, que domina el tercio superior del lienzo, imprime carácter tétrico a la escena. La proximidad de las bayonetas a las victimas nos hace pensar en el tiro a quemarropa, las fantasmagóricas sombras intensifican el terror de los rostros. Detrás de ellos, la columna de presos que sufrirán el castigo se pierde en la lejanía.
¿Dónde se sitúa la escena? Hay bastantes interpretaciones posibles. Se se ha pensado que podría ser la zona de los cuarteles del Príncipe Pío, donde hubo ejecuciones importantes, aunque se llevaron a cabo en muchos otros lugares de Madrid; también podría ser el desmonte de la Moncloa, junto al antiguo convento de San Bernardino, cerca del palacio de Liria, o la urbanización entre la montaña del Príncipe Pío y el Palacio Real. También podría ser en los terrenos cercanos al Palacio Real, emplazado a la izquierda, fuera de la escena, por lo que Goya pudo haber insinuado así, aquí también, que la muerte de los rebeldes había sido en defensa de la Corona, como en el ataque del 2 de mayo de 1808 en Madrid.
Influencias en otros cuadros
 La influencia de este cuadro en Manet (La ejecución de Maximiliano) y Picasso (Matanza en Corea) es evidente.
El interés de Manet por mostrar episodios de la vida moderna le lleva a realizar esta magnífica obra. En 1864, el archiduque Maximiliano de Austria fue llevado al trono de México por Napoleón III, emperador de la Restauración francesa. El objetivo era conservar un Estado títere sometido al neocolonialismo francés tras el período revolucionario. En cuanto las tropas francesas que habían apoyado al nuevo emperador se retiraron del territorio mexicano, los nacionalistas del liberal Juárez capturaron y fusilaron al intruso, junto a sus generales Miramón y Mejía, el 19 de junio de 1867, en Querétaro. En este cuadro vemos la influencia del cuadro Los fusilamientos del Dos de Mayo de Goya que el pintor pudo contemplar en Madrid. El verismo casi fotográfico que exhibe Manet viene determinado por su interés en causar una profunda impresión en la crítica con su cuadro, interesándose por los uniformes de los soldados y sus posiciones a la hora de ejecutar a las víctimas.
En 1950, el pequeño pueblo de Sinchon fue masacrado como resultado de la guerra civil coreana. La ciudad vivió una gran jornada de violencia después de ser capturada por un regimiento anticomunista. Cuando el sitio fue recapturado por los comunistas, la población volvió a vivir una purga. Picasso recreó este caso en esta obra, Masacre en Corea.
Es una de las primeras obras importantes en criticar el abuso de poder de los Estados Unidos tras la II Guerra Mundial. Al fondo, unas ruinas, recuerdo de Hirosima, ofrecen un panorama de desolación general. Un grupo de militares, se supone estadounidenses, se preparara para masacrar a un grupo de indefensas mujeres y niños en Corea del Norte. Un río divide en dos el cuadro. De un lado, personas desnudas que no suponen amenaza alguna: madres con el rostro deformado por el dolor; chica joven petrificada,  una niña pequeña corriendo despavorida... Todas sufren ante lo que va a ocurrir, excepto un pequeño niño que juega indiferente a todo, quizá porque aún no conoce el lado malo del hombre. Al otro lado hay un grupo de soldados preparados para disparar. Llevan armas muy sofisticadas, de hasta tres bocas, y aunque también van desnudos, todos llevan una especie de casco que oculta sus rostros y los deshumaniza. Sólo el soldado que está al mando descubre su cara, mientras que alza una espada con una mano, y con la otra sujeta un bastón de mando, o quizá simplemente un palo, una de las primeras armas del ser humano.
Es un cuadro propagandístico para el Partido Comunista Francés, del cual era militante; aunque fue mal visto por el Partido Comunista que habría preferido un cuadro más simple. En Corea del Sur, la pintura fue considerada antiestadounidense, lo que la convirtió durante largo tiempo en un tabú en el Sur y fue prohibida su exhibición pública hasta 1990.