Este singular cuadro fue heredado de
Goya por Leocadia Zorrilla, la última mujer en la vida del autor, quien lo
vendió a Juan Bautista Muguiro, amigo del artista en Burdeos.
Es un vibrante lienzo en el que Goya, siempre deseoso de aprender
nuevas técnicas y avanzar en el camino de la pintura pura, se expresa con
total libertad, lucidez y optimismo. Los tonos grises y verdosos dominan
armónicamente conjuntados, la pincelada es corta y aparece la
yuxtaposición de toques de color, tal y como bastantes años después harían
los impresionistas, de cuyos hallazgos es una clara anticipación. El final
de la carrera de Goya muestra piezas tan sorprendentes como ésta; semeja
la actitud del maestro una reconciliación con la vida, una nueva juventud.
El aura de serena delicadeza que parece envolver al personaje habla del remansamiento del artista en Burdeos y de los ímpetus creativos, por
entonces joviales y decididos, que relatan sus biógrafos. De nuevo luz y
color, en plenitud vivificadora, han servido al genio para lograr una de
sus obras maestras.
La muchacha semeja ir sobre una montura y tanto la composición de
conjunto como la inclinación del cuerpo sugieren cierto grado de dinamismo
de acuerdo con la probable concepción de una figura que marcha mediante un
movimiento pausado.
La lechera es una de las últimas obras que pintó Goya en su
voluntario exilio de Burdeos, en fecha imprecisa, entre 1825 y 1827. Los
críticos impresionistas, como Juan de la Encina o Beruete, vieron en ella
uno de los mejores exponentes del Goya precursor de ese movimiento
artístico. Es una de las pocas obras de Goya de su última época donde
parece recuperar su entusiasmo por el color, por la luz y la belleza.
Desde las Pinturas negras había realizado principalmente retratos,
casi monocromos y en tonos oscuros, pintura religiosa y temas de toros,
así como las raras miniaturas de asuntos diversos. La lechera, si
no es retrato, constituye una de las poquísimas pinturas de género desde
que decorara su Quinta del Sordo. Se trata de un asunto en el que su genio
brilla con especial esplendor; pasó tradicionalmente por ser una pieza
maestra, concluida meses antes de su muerte. En ella, al igual que
Beethoven con el cuarto movimiento de su Sinfonía Coral, la IX,
Goya semeja recuperarse del dolor, la amargura y las crisis sufridas y se
expresa con un júbilo y una «alegría» que emergen de lo más íntimo de su
espíritu y coronan toda una vida dedicada al arte, sin cuyas creaciones la
historia de la pintura universal hubiese sido distinta. |