Goya, que ya había pintado hacia 1800 tres cuadros de altar para la iglesia zaragozana de San Fernando de Torrero, propiedad del Canal Imperial de Aragón, volvería en 1815 a trabajar para dicha institución dos grandes retratos, uno éste del monarca reinante, Fernando VII, y otro del secretario de Estado, duque de San Carlos.
Ambos retratos fueron encargados al pintor por una real orden de 20 de septiembre de 1814, a propuesta del aragonés Martín de Garay y Perales, que unos días antes había sido nombrado protector del Canal Imperial de Aragón y Real de Tauste, para colocarlos en la sede zaragozana de la institución. Se trataba de un encargo oficial y ambos retratos estarían destinados a representación institucional; en ellos estarían las efigies de los dos hombres que mayor poder tenían en la España de la restauración absolutista. Goya los pintó en la primera mitad del año 1815 y cobró por ellos de la Contaduría del Canal, por medio del presbítero José Blanco, la suma de 19.080 reales de vellón en julio de ese año.
Este retrato de Fernando VII es la mejor versión que hizo Goya de la efigie del Deseado, superior a las que guardan los museos del Prado, Santander y Navarra. Aparece revestido con el manto rojo, con piel de armiño. En el pecho luce el collar con el Toisón de Oro y bajo el manto lleva cruzada la banda azul y blanca de la Real Orden de Carlos III; además se aprecian varias condecoraciones en la casaca de capitán general. En su mano izquierda porta la bengala del mando supremo del ejército y con la otra se apoya en el sable, en una pose algo teatral. Tras él, sobre un cojín, aparece la corona que completa la simbología regia.
Para el rostro del monarca se valió Goya de un estudio previo de la cabeza, que le sirvió para todos los retratos oficiales del monarca y que seguramente es el que hoy está en la colección madrileña del duque de Tamames. Goya resaltó con naturalismo sus facciones, pero sin profundizar en lo psicológico. De acusada fealdad, rasgos casi caricaturescos y mirada desconfiada, Fernando VII era una persona voluble y arbitraria, que sólo confiaba en su grotesca camarilla formada por algunos aristócratas, empleados aduladores y personajes de baja estofa.
La factura es muy resuelta, a base de amplios barrastrones y densas pinceladas, especialmente en las calidades táctiles del manto. La factura de las orlas y entorchados bordados en oro, de las condecoraciones y de la empuñadura de la espada la consigue mediante pinceladas cortas y nerviosas. El espacio lo recreó Goya con maestría mediante el juego del claroscuro.

En 1814, el Ayuntamiento de Santander encarga a «un buen Maestro» la realización de un retrato de Fernando VII (encima). El encargo recae en Goya, quien cobra por su realización ocho mil reales de vellón. El retrato tenía como función presidir el salón de sesiones del Ayuntamiento, siendo exhibido en determinadas celebraciones desde la balconada principal del Consistorio. Con el tiempo, el lienzo pasó al olvido; tanto, que durante muchos años se consideró salido del pincel de un imitador del aragonés. Fue el pintor cántabro Joaquín González Ibaseta (?-1925) quien vio la mano de Goya en el retrato, punto que comenta por carta a Aureliano de Beruete (vid. El Cantábrico, de 3 de abril de 1903). El 30 de octubre de 1948 es trasladado definitivamente al Museo de Santander donde hoy se exhibe junto con la reproducción facsimilar de la documentación del encargo, aceptación y recibo de entrega, en la que están plasmadas las firmas autógrafas del artista y del entonces alcalde de la ciudad Juan Nepomuceno de Vial.
El Ayuntamiento dicta una serie de condiciones que se recogen en el documento del encargo: «Ha de ser el lienzo de siete pies de alto por el ancho proporcionado. El retrato deberá ser de frente y de cuerpo entero; el vestido de Coronel de Guardias con las insignias reales. Deberá tener la mano apoyada sobre el pedestal de una estatua de España coronada de laurel y estarán en este pedestal el cetro, corona y manto: al pie un león con cadenas rotas entre las garras».
Para la realización del retrato, Goya se vale posiblemente de un apunte tomado en 1808, que se conserva en el Musée d'Agen (Francia) y sigue con fidelidad las pautas iconográficas que le marca el Ayuntamiento. Fernando VII aparece de cuerpo entero con el uniforme de Coronel de Guardia de Corps, con fajín rojo a la cintura, banda de la Orden de Carlos III, varias condecoraciones (Toisón de Oro, Orden de Carlos III) y el sable reglamentario. Apoya su brazo izquierdo en el pedestal que soporta la alegoría de España coronada de laurel. A la izquierda del monarca se sitúan el cetro, la corona y dos mantos, uno rojo y otro de armiño. Sobre éstos se aprecia un enigmático objeto, especie de transparente bóveda de crucería que guarnece algo parecido a una piedra. A los pies se recuesta un manso león, con una cadena entre las garras y, en el suelo, se sitúan diversos eslabones rotos. Es un ejemplo de consistente realismo y madurez en la obra del aragonés: desenvuelto peinado, a la moda; contraste entre la figura del Rey y el fondo; vivos y vibrantes rojos, azules y blancos; sabia modulación de los negros; disperso moteado de verdes esmeraldas, sutiles nacarados, desenfado, en suma, en el tratamiento técnico.
La representación del león, de acuerdo al exacto dictado municipal -«al pie un león con cadenas rotas entre las garras»- parece evidenciar la liberación del pueblo español a raíz de la expulsión de las tropas francesas.
El cuadro está pintado al óleo; mide 2,05 x 1,23 ms. y se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Santander.