Si en la cerámica del Minoico Medio se podían apreciar plenamente las dotes artísticas de los cretenses, tanto en un aspecto puramente ornamental como en el desarrollo de motivos figurativos relacionados con la naturaleza y las creencias religiosas, lo mismo ocurre con los frescos. A un admirable sentido de la policromía se sumaban la delicadeza del dibujo y el dominio de la estilización.
Es en los frescos de esta segunda etapa donde estas cualidades alcanzan su máxima expresión en el desarrollo pictórico de escenas, muy probablemente de carácter ritual y dotadas de un intenso naturalismo, cuyas características más atrayentes quizá residan en la elegancia, el decorativismo y las cualidades rítmicas. Así, sorprenden por su viveza las escenas de juegos de tauromaquia o los frescos en que aparecen, dispuestos en friso, cortejos de jóvenes oferentes de perfil. La disposición, la observancia de la ley de la frontalidad y la utilización del color blanco para la piel de las mujeres y del marrón para los hombres es una diferenciación que pervivirá mucho tiempo y bajo diferentes formas en la pintura griega y recuerdan la deuda cretense para con Egipto. Pero el aire distendido, los ritmos curvilíneos, la irrupción por todas partes de los motivos de la naturaleza, nos hablan de la expresión de un pueblo más vitalista que el egipcio, gozoso de proclamar su adecuación al medio, la libertad de una existencia dichosa en contacto con la naturaleza, despreocupada por el más allá.