La conocida como Piedad del Vaticano fue realizada por Miguel Ángel, durante la época renacentista italiana del XVI. La obra fue encargada por el cardenal Jean Bilhères de Lagraulas para su tumba; éste era embajador del monarca francés ante la Santa Sede, al que el autor conoció en Roma. Es una obra de juventud y está influida por el primer renacimiento. Representa el tema de la Piedad, que ya había sido muy importante durante el período gótico. La Virgen recibe en sus manos el cuerpo inerme de su hijo ya muerto y desclavado de la cruz. Está esculpido en mármol blanco de Carrara, perfectamente pulido y terminado.

Dos ideas están presentes en esta escultura: por el tema, es cristiana, y recoge el momento, tal vez, de mayor tensión trágica de toda la vida de la Virgen, su madre; por su concepto de la escultura, es clásica: busca una belleza de tipo ideal y de una perfecta técnica. El esquema piramidal de la escultura es muy propio del renacimiento; así se genera un espacio cerrado de la escultura, sin comunicación con el espectador.

 

Presenta a la Virgen con bello rostro de niña, para simbolizar su virginidad, incluso con un rostro más joven que el de su hijo. La actitud serena de la Virgen, sin aspavientos dramáticos o grandilocuentes, sin pedir nada al espectador, son síntomas de su carácter renacentista. Su dolor ante la muerte es callado, íntimo, natural. Su mano abierta es el único gesto que acompaña el dolor y la resignación.
El cuerpo de Cristo, aunque aparece desplomado y muerto, tiene el rostro idealizado; es el rostro de una persona dormida; no aparecen signos del  sufrimiento que ha padecido, ni rastro de las espinas en su cabeza:  parece un héroe clásico dormido.

Cristo aparece desnudo, cubierto únicamente con el paño de pureza. El modelado del cuerpo de Cristo es un perfecto estudio de la anatomía humana, tanto en sus formas como en el canon que se impone en el Renacimiento. Los plegados del vestido de la Virgen son amplios, sobre todo en la parte baja de la escultura, pero naturalistas.

En conjunto, la solidez de las formas, la finura del tratamiento, el virtuoso trabajo de pulimento, nos da una obra suave, equilibrada y sin exaltación. A ello contribuye también el tratamiento que hace Miguel Ángel de la luz que incide sobre la escultura. No se muestran los vigorosos miembros y atrevidos escorzos que irán apareciendo en obras posteriores de Miguel Ángel. Esta es la primera vez que aborda este tema. Con muchos más años, Miguel Ángel volverá a tocar de nuevo el mismo tema, pero con unas características totalmente diferentes (piedades de Florencia, Rondanini).
 

Vasari dice de ella «es una obra a la que ningún artífice excelente podrá añadir nada en dibujo, ni en gracia, ni, por mucho que se fatigue, en poder de finura, tersura y cincelado del mármol».

Presenta a la Virgen con bello rostro de niña, para simbolizar su virginidad, incluso con un rostro más joven que el de su hijo. La actitud serena de la Virgen,  sin aspavientos dramáticos o grandilocuentes, sin pedir nada al espectador, son síntomas de su carácter renacentista. Su dolor ante la muerte es callado, íntimo, natural. Su mano abierta es el único gesto que acompaña el dolor y la resignación.
El cuerpo de Cristo, aunque aparece desplomado y muerto, tiene el rostro idealizado: es el rostro de una persona dormida; no aparecen signos del  sufrimiento que ha padecido, ni rastro de las espinas en su cabeza:  parece un héroe clásico dormido.

Ante las dudas que hubo sobre su paternidad, el propio Miguel Ángel firmó la obra. Su nombre, en un acto de la nueva mentalidad humanista, y como afirmación de su personalidad, lo puso en la cinta que abraza el pecho de la Virgen en la que puede leerse:

«Michael A[n]gelus Bonarotus Florent[inus] Facieba[t]» («Miguel Angel Buonarroti, florentino, lo hizo»).