Polibio describe en los años centrales del
siglo II a.C. el interés de las grandes familias patricias por conservar
el rostro de sus antepasados en una mascarilla de cera, que se obtenía
directamente del cadáver poco después de morir. También para el culto
que se daba a esta colección de antepasados en el ámbito doméstico y en
los entierros de sus miembros más cualificados: "Cuando muere en Roma
algún personaje de consideración [...] se coloca la imagen del difunto
en el lugar más patente de la casa, metida en un armario de madera. En
las funciones públicas estas imágenes se suelen descubrir y
adornar con esmero. Y cuando fallece otro miembro ilustre de la familia
se sacan para que formen parte del cortejo fúnebre y sean llevadas por
personas que se les asemejan en estatura y aspecto físico". Dos
siglos más tarde, Plinio constata los mismos hábitos en las viviendas y
funerales romanos: "Otras clases de imágenes se ve veían en los atrios
de nuestros mayores. Eran rostros hechos de cera, guardados cada cual en
su correspondiente armario, destinados a figurar en los entierros de los
miembros de la familia como imágenes de sus antepasados, pues a todo
fallecido le acompaña siempre la caterva de familiares que le
antecedieron". Para entonces ya se había puesto de moda perpetuar estas mascarillas en vaciados de bronce y copias de mármol, y de esa manera los nuevos matrimonios podían encargar reproducciones de sus antepasados para llevarlas consigo al nuevo hogar formado. |