Es una talla pequeña, de 33 cm, que a pesar de su tamaño ofrece las características de las grandes esculturas. Tal y como corresponde a su época románica, es un cristo de cuatro clavos, vivo, con los ojos grandes y abiertos (ojos de azabache, según la costumbre de los talleres de eboraria de León), con expresión que no acusa el dolor. La anatomía de su cuerpo está suavemente modelada. Los cabellos (que caen sobre sus hombros) y la barba siguen la técnica de estilización geométrica. Lleva paño de pureza (perizoma) que cae hasta las rodillas. Esta prenda está cuidadosamente labrada. Todavía pueden verse los orificios preparados para incrustar piedras preciosas en el ceñidor y en la orla de la parte inferior. El crucifijo iba apoyado en una cruz que se perdió, siendo sustituida por una moderna. Por eso el dorso, que no iba a estar a la vista, se dejó sin tallar. Tiene en la espalda y en las rodillas unas cavidades destinadas a guardar reliquias.
Cristo de Carrizo
El crucifijo sigue una rigurosa ley de frontalidad y todos los componentes de su configuración anatómica están completamente desproporcionados, destacando el tamaño y el fino trabajo de la cabeza que, ligeramente ladeada, presenta unos grandes ojos abiertos, de mirada penetrante, formados por incrustaciones de azabache sobre cabujones de oro insertos en las pupilas, nota peculiar del taller leonés, boca contraída y larga nariz afilada, melena de trazado simétrico y organización geométrica, con raya al medio y doce mechones, largos y ceñidos, ordenados hacia atrás hasta caer por los hombros, así como una vistosa barba formada de nuevo por doce guedejas muy estilizadas, linealmente descritas y con las puntas rizadas, a las que se superpone un fino bigote.
Todavía pueden verse los orificios preparados para incrustar piedras preciosas en el ceñidor y en la orla de la parte inferior.