La obra más popular de Degas pone de manifiesto el interés característico
en este artista por componer con intención narrativa los temas tomados de
la realidad. Degas decía: "incluso trabajando del natural tiene uno que
componer", o bien "no hay arte menos espontáneo que el mío". Dedica una zona importante de la superficie pictórica a describir los planos inanimados y monótonos de los veladores de un café, relegando voluntariamente las dos figuras a un rincón de la tela. El efecto expresivo es de una gran intensidad. Aunque pertenece al momento álgido del impresionismo, está muy lejos de los motivos alegres y las gamas brillantes de los impresionistas. Le sirvieron de modelo el pintor y grabador Marcellin Desboutin y la actriz Ellen Andrée. Una gran parte del lienzo está ocupada por la perspectiva oblicua de las mesas de mármol, con una brusca desviación en ángulo agudo; se entra visualmente en el cuadro por esta guía obligada, como si el espectador estuviera en el café. Las superficies de mármol, vistas en perspectiva, forman una especie de camino que conduce forzosamente la mirada del espectador hacia los dos protagonistas. Para dar una secuencia al espacio, ha situado entre las dos primeras mesas un periódico doblado, olvido de un cliente, que establece un puente en este camino óptico. La desviación retrasa nuestro encuentro con los dos personajes; nuestra atención se para, en primer lugar, en la botella vacía y, después, en los dos vasos llenos de bebida, a causa de una espontánea asociación de ideas. En el primer vaso hay un líquido de color amarillento, relacionado con las cintas amarillas del corpiño de la mujer; en el segundo, un líquido rojo oscuro, relacionado con el traje, la barba y el colorido del hombre. Se llega así al centro del tema, pero el tema no está en el centro del cuadro. Ninguno de los dos se mueve, están ausentes, faltos de expresión y de gesto; aprisionados en el poco espacio que hay entre la mesa y el respaldo del diván, caen en una perspectiva que la pared de espejos que hay detrás hace aún más incierta y escurridiza. Antes que la palidez enfermiza de su rostro nos llaman la atención en la muchacha, algunos detalles tristes, casi grotescos: el falso lujo, totalmente profesional, de los lazos blancos que lleva en sus zapatos, de los adornos de su corpiño y de su inestable sombrero; y en el hombre, su vulgaridad corpulenta y sanguínea y su estúpida presunción. Es una humanidad macilenta y desaprovechada, detenida en el tiempo vacío y en el espacio quieto, fría como el mármol de las mesas mal lavadas, gastada y desteñida como el terciopelo de los divanes. A pesar de la frialdad del análisis, la sensación visual está ahí; el significado humano está implícito en el dato visual. Por tanto, la impresión visual no es un limitarse a ver renunciando a comprender; es un nuevo modo de comprender y de permitir comprender muchas cosas antes no comprendidas. Su impresionismo, adjetivo que él rechazaba, era más conceptual que óptico: aportó un enfoque que rompió con el equilibrio de la composición tradicional -imágenes cortadas por el marco, primeros planos, perspectiva más elevado que lo habitual-, que nos remite a la fotografía. Al impresionismo de Monet y de Renoir opone una objeción de fondo: la sensación justa es un hecho mental antes que visual; no puede darse una nueva manera de ver sin una nueva manera de pensar. El artista no es un aparato receptor o una pantalla inmóvil sobre la que se proyecta la imagen inmóvil de la naturaleza; el artista tiende a captar la realidad, a hacer suyo el espacio. Y el espacio no tiene una estructura constante; tiene la extensión, la profundidad y el ritmo de la acción humana y, de la misma manera que no hay acción sin espacio, no hay tampoco espacio sin acción humana. Su gran descubrimiento fue, precisamente, que la sensación visual no es un fenómeno de superficie, sino una auténtica estructura del pensamiento. |