Al fondo vemos los peñascos del cabo de Creus y en la arena de una supuesta playa, una cabeza con forma de ameba similar a la que ya ha aparecido en otros cuadros de Dalí. Sobre este rostro, con largas pestañas, se ve un reloj que se derrite. A la izquierda un zócalo arcilloso sobre cuyo canto también se derrite otro reloj. En el borde hay un árbol muerto de cuya única asta pende un tercer reloj blando. En contraste con todos ellos se observa, encima del zócalo, un reloj de bolsillo sólido y cerrado recubierto de hormigas. Estas hormigas y la mosca que está encima de la tapa del reloj son los únicos animales vivos de este cuadro. Cada reloj marca una hora diferente. En el mundo onírico de Dalí el tiempo lineal que avanza no tiene mucha importancia. Nuestros pasado se graba en nuestros recuerdos; los relojes, el tiempo, sin embargo, se derriten, e incluso el reloj sólido está cubierto de hormigas, símbolo de putrefacción y de muerte. El contenido del cuadro va, sin embargo, más allá de este significado. Dalí se refirió a los relojes blandos como un símbolo de las cuatro dimensiones del continuo espacio-tiempo de la teoría de la relatividad.  Esta teoría había demostrado que cada cuerpo tiene un tiempo propio que depende de su movimiento, y no del tiempo mensurable mediante relojes. Frente a la durabilidad de las rocas del paisaje, la medición puramente técnica del tiempo no tiene ningún valor ni importancia.

Desintegración de la persistencia de la memoria. 1952-1954