Antonio Canova (1757-1822) es un artista excelentemente dotado. Su fuerte está en el virtuosismo de la ejecución. Toma por modelo el arte romano y el griego que conoce a través de Roma, pues los mármoles griegos originales no los conoce hasta poco antes de morir. Como buen clásico, ama la juventud. Sus personajes son siempre jóvenes y lozanos. Escultor de dioses, de la mujer sólo conoce la belleza externa. Se le escapa la íntima sensibilidad femenina, que tan bien había conseguido el rococó. De ahí que sus mármoles, siempre blancos, sean fríos. Los temas mitológicos abundan entre sus obras. Privilegia un aspecto de la figura: se compone en un plano único sobre el que han de concentrarse los efectos. Esto no es volver al espacio límite medieval; tiene un espacio medio, pero que no quiere utilizar el neoclásico. Entendió la escultura como una sublimación de las formas de la naturaleza inspirándose en el ideal de belleza de los modelos clásicos. Siguiendo el ejemplo de Bernino con Luis XIV, Canova acude en 1802 a París reclamado por Napoleón, donde retratará al emperador (Napoleón), a su madre Leticia y a su hermana. De Paulina Bonaparte Borghese, la hermana del Emperador, hace un retrato personificándola como a Venus, en una composición muy querida del neoclasicismo, es decir, tendida lánguidamente sobre una cama de estilo imperio. La vuelta al clasicismo helénico determina en el retrato la pérdida de rasgos individuales. Se caracteriza por el punto de vista único, exclusivo. Esta es su obra maestra, en la que aparece reflejada toda una época bajo la sensualidad del cuerpo femenino. A la caída de Napoleón regresará a París, enviado por el Papa, para recuperar los tesoros vaticanos expoliados por los franceses. Enterados los ingleses de su presencia en Francia, le invitan en 1815 a que opine sobre los mármoles del Partenón que Lord Elgin había trasladado al Museo Británico. El impacto de Grecia fue tremendo. Bajo este efecto realiza Las tres gracias. Thorwaldsen (1770-1844) es danés, pero
se traslada a Italia al poco tiempo de cumplir los treinta años
y ahí reside toda su vida. Su neoclasicismo
es más puro que el del escultor veneciano.
La búsqueda constante de una pureza formal
hace a sus obras algo frías y académicas.
Le interesa sobre todo la estatuaria griega. Tiene un contacto directo con
Grecia, restaurando los mármoles de
Egina, que fueron sus principales modelos. Obras como Ganímedes
y el águila, Jasón
y el vellocino de oro, Las tres
gracias, etc., cumplen con el ideal de armonía,
simetría, proporción.
Sus personajes pasan por el mundo insensibles, desprovistos de pasiones y
sentimientos. Hay demasiada pasión de
erudito en su escultura. |
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En el caso español, el camino hacia el neoclásico, emprendido con el atemperado barroquismo de los escultores cortesanos académicos, se inscribe, más o menos conscientemente, en la política cultural del Despotismo Ilustrado. Pero por ironías del destino, la madurez del estilo se alcanzará con Carlos IV y Fernando VII, en momento de franca reacción contrarrevolucionaria. Se continúa haciendo mucha escultura religiosa -en proporción numérica infinitamente mayor que la profana-, pero en cuanto a la estética, es la escultura profana, estatal casi en su totalidad, la que marca la pauta. El papel dirigente del arte, ostentado hasta entonces por la Iglesia, pasa a manos del Estado y de su equipo de Ilustrados. En 1777 Floridablanca prohíbe el uso de madera en los retablos, con lo que se evitarían incendios, gastos en dorados y se provocaría "el adelantamiento y digno ejercicio de las artes". Aunque esto no se lleva a rajatabla, es frecuente en el último cuarto de siglo la tendencia a suprimir dorados y las policromías barrocas para hacer imitaciones de mármoles y jaspes. Francisco Gutiérrez (1727-1782) es el autor de la Fuente de la Cibeles. Está dentro de la empresa urbanística del museo del Prado. Las idea de estatua fuente es todavía barroca, pero en el espíritu algo cambia. Cibeles es una figura seria, en su Olimpo, recobrada la dignidad y seriedad. Hay un nuevo lenguaje plástico al servicio del conjunto: el paso es solemne; no hay ideas que distraigan. Manuel Álvarez realiza la Fuente de Apolo. Vemos al dios con tranquila grandiosidad y noble serenidad, y con la expresión del rostro libre de internos tumultos de pasiones. Estos elementos se consideran como el máximo valor. El ritmo un poco gracioso, encurvado, es una preocupación todavía rococó. José Álvarez Cubero (1768-1827) estudia en Roma, donde conoce a Canova. Es un artista, por tanto, que sabe de lo clásico y lo neoclásico. De ahí la mayor rigidez en su estética. Su obra más importante es La Defensa de Zaragoza, la "creación más celebrada del neoclasicismo escultórico español". Representa a un joven que con el cuerpo erguido defiende a su padre caído en tierra. Está narrando un acontecimiento cercano, próximo. Pero el grupo no parece eso (se le ha llamado Nestor y Arquíloco). La historia entra en el arte a través de su mitificación. Tiene que suprimir todo lo que lleve a lo concreto, ya que eso no es digno ni es noble. Así se ve la historia como la guerra de Troya: la épica clásica. En el aspecto plástico, el grupo está relacionado con el grupo de los Tiranicidas y con el Gálata suicidándose. Pero no es una vil copia. Tiene conceptos propios. En el Galo, el esquema es muy complicado, pues está dentro del helenismo. Aquí suprime todo lo helicoidal y nos pone ante la concentración de efectos en un plano. El neoclasicismo nos presenta, por tanto, un cierto eclecticismo. Considera a los estilos de la antigüedad como lenguajes que se pueden dejar o tomar, de acuerdo con lo que se quiera hacer. Damián Campeny (1771-1855) es la primera figura del renacimiento cultural catalán. No alcanza la fama que le corresponde por su calidad, debido a su apartamiento de la Corte. En Cataluña se da una alianza entre el arte y la alta burguesía, frente al arte oficial y estatal de Madrid. Surge una Academia en la Lonja de Barcelona, pagada por la Junta Comercial de Barcelona, que va a centrar el resurgimiento escultórico catalán, y que desbancará a Madrid. Entre sus obras merece destacar a Lucrecia. Como buen neoclásico, aborrece la violencia. Por eso nos coloca a Lucrecia sentada, a la manera romana, pero ya muerta. Vuelve el sentido clásico de lo "obsceno": lo que se hace fuera de la escena. La muerte no se ve en el teatro clásico. Se narra después. El barroco hacía lo contrario. Es una obra finamente esculpida y llena de sensibilidad, pese a la frialdad del mármol. Los paños semejan los paños mojados; el cuerpo está definido por curvas amplias. Hay una sensación de desmayo reposado. Antonio Solá (1787-1861) también es catalán, pero se forma en Roma. La obra que le ha dado fama es la de Daoíz y Velarde, verdadero prototipo de toda la estatuaria heroica española. Se da la normal exigencia neoclásica: un hecho contemporáneo tratado con referencias clásicas. Imita a los Tiranicidas, pero desplegando el grupo en un sólo plano. Hay una conexión artística y de contenido: son los que matan al tirano. La obra causó sensación por llevar a un monumento público una vestimenta de soldado de la época, aunque evitando toda descripción prolija. Además está en función de buscar una ambigüedad: aunque llevan uniforme militar, parecen desnudos por lo ceñido de los trajes; lo mismo podemos decir de la capa. El cañón se compensa con las espadas. La nobleza de las actitudes, la fuerza de expresión, justifican los elogios que ya mereció en su época.
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