El estudio de la pintura a partir del neoclasicismo hay que hacerlo tomando a Francia por centro, pues este país, desde la Revolución Francesa, acaudilla las tendencias contemporáneas. Jacques Louis David (1748-1825) es el máximo representante de esta pintura. Al estallar la Revolución se entrega plenamente a la política. Somete al arte a una dictadura personal, posible por su carácter inflexible. Se mostró enemigo implacable del rococó, llegando sus discípulos a apedrear las obras de Watteau, acción en la que tenían conciencia de haber puesto fin al arte del Antiguo Régimen. Para él la pintura suponía ante todo una lección de filosofía. La antigüedad clásica le ofrecía el contexto idóneo para la transmisión de los principios revoluciones. Sus cuadros de historia atrajeron un entusiasmo que hoy no comprendemos. En la antigüedad busca sobre todo el heroísmo. El cuadro de El rapto de las Sabinas muestra claramente su espíritu neoclásico. El verdadero arte clásico había desdeñado el movimiento como elemento particular. Por eso David cambia la significación del tema, y en vez de representar el rapto, escogido por renacentistas y barrocos, acepta el afán pacificador de las sabinas, que tratan de calmar la disputa entre romanos y sabinos. Una figura femenina, situada en primer término, nos ofrece el ejemplo de las figuras que había en el centro de los frontones griegos, suministrando un eje de simetría a toda la composición. Los héroes aparecen ya desnudos, solamente provistos de sus armas (cascos, escudos y espadas) según se ve en las obras griegas. Este amor por el desnudo se ve en que incluso cuando pinta caballos nos los presenta sin arreos. Los cuerpos se hacen bien modelados, tratados como esculturas. En El juramento de los Horacios presenta el juramento ante su padre de los tres hermanos Horacios, que debían luchar en favor de Roma y hasta la muerte si fuera preciso contra los tres hermanos Curiacios, elegidos por los albanos, con el fin de decidir el dominio de Roma o de Alba. La escena de David representa el momento solemne del juramento protagonizado por los hombres, en contraste con el dolor de las mujeres. El cuadro es simple y compacto en su composición. Frente a la frivolidad, superficialidad y abierta amoralidad del rococó, tanto en iconografía como en el lenguaje artístico, se contrapone la severa moralidad del clasicismo revolucionario burgués. Los modelos de democracia, patriotismo, virtud cívica, heroísmo, ideales elaborados por los filósofos ilustrados, fueron proporcionados por la historia antigua. A la obra de ambiente romano le sigue otra de inspiración griega: La muerte de Sócrates (1787), donde el padre de la filosofía está a punto de beber la cicuta, rodeado de sus discípulos. La injusticia de su condena por el simple hecho de dedicarse a la enseñanza guarda relación con los mártires políticos de la Revolución francesa, a quienes representa (caso de Marat). Cuando la Revolución estalla, David es nombrado diputado y vota la decapitación de Luis XVI. Identificado el Antiguo Régimen con el Barroco, las clases medias y populares ven en el Neoclasicismo de David el espíritu de la nueva época. Pone sus pinceles al servicio de los ideales revolucionarios que quedan plasmados en obras como La muerte de Marat, donde la fuerza de la emoción está por encima de todo espíritu clásico. Al hacerse Napoleón con el poder, es nombrado pintor de cámara. Respondiendo a la petición del nuevo emperador se entrega a formar un estilo imperio, del que es ejemplo sobresaliente Napoleón cruzando los Alpes o La Consagración de Napoleón. Nos da un marco de lujo inherente a la corte, abandonados los primeros ideales revolucionarios. El Papa aparece sentado, mientras el propio Napoleón se adelanta para coronar personalmente a la emperatriz. Jean Auguste Ingres (1780-1867), el otro
gran pintor neoclásico, para algunos superior incluso a David, prolonga el
neoclasicismo largamente durante el XIX. Había estado largos años en Italia y
guarda una profunda admiración por Rafael. Dirige la Academia de Bellas Artes y
defiende la tradición de David frente a los ímpetus del romanticismo. La
perfección del desnudo femenino, descubierta por los griegos, es nuevamente
abordada por los artistas neoclásicos. La forma es tan sutilmente tratada que
el desnudo adquiere el pulimento del mármol: parece una
estatua (La fuente). Todo el arte de Ingres tiene el mismo sujeto: la mujer, el
desnudo femenino. Con él compone escenas clásicas (La
bañista de Valpiçon), orientales (Odalisca), y
puras invenciones (El Baño
turco). Refleja la "belleza ideal" a la
que aspira mediante el juego de relaciones que establece entre la línea, el
color y la luz. |
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Tras el siglo de Oro de la pintura española, el panorama de la pintura es desolador en el neoclasicismo, si exceptuamos a Goya. La decoración de los nuevos palacios estaba corriendo a cargo de pintores extranjeros, como Tiépolo, pintor rococó italiano, lo que pone de manifiesto el gusto de los Borbones por la pintura italiana. Su obra se centró, como ya hemos visto, en la decoración del Palacio Real de Madrid. Carlos III, que había llamado a Tiépolo, hizo venir también, para pintar en este mismo palacio, en 1761, al bohemio Antonio Rafael Mengs. Mengs (1718-1799) coincide con Winckelmann
en Roma y se convierte decididamente en un pintor neoclásico. En España
impondrá este tipo de pintura. Pinta algunos frescos en el Palacio Real, como
La Aurora y Apoteosis de Trajano y Hércules. Estos
frescos fríos, de colores desvaídos y desprovistos de emoción, según el gusto de
la época, triunfaron sobre los de Tiépolo, a quien Mengs consiguió arrinconar.
Mariano Salvador Maella Pérez (1739-1819) recibió una
formación neoclásica. Fue discípulo de Mengs. Academicismo y rigor en el dibujo
caracterizan su obra. En su mejor momento compaginó la labor pedagógica en la
Academia de San Fernando, la carrera en la
Corte y una abundante producción
artística. Trabajó al fresco en los diversos palacios reales. Durante al
invasión francesa pintó para José I Bonaparte, lo que posiblemente originó su
ocaso como pintor. Acusado de afrancesado, fue apartado de la Corte a la vuelta
de Fernando VII. |
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Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828) es uno de los fenómenos más sorprendentes de la pintura. Sorprendente porque surge en el ámbito más decaído y apagado de nuestra tradición pictórica. Nacido en Fuendetodos (Zaragoza), a los catorce años su padre, maestro dorador, se traslada a Zaragoza. Zaragoza es en estos momentos una ciudad de unos 40.000 habitantes, en la que la miseria era abundante. Artesanos y obreros eran tan analfabetos como cualquier campesino; contaban con un bajo salario y poca disposición a trabajar. Mendigos y vagos se apiñaban a las puertas del arzobispado para poder recibir la limosna. El robo y el crimen completaban la limosna. Poco ejemplo daba también la aristocracia, más inclinada a las corridas de toros, actrices y fiestas que a la cultura. Todos estos desgraciados irán apareciendo en las obras de Goya. La ciudad ofrecía buena oportunidad para la pintura, debido a la existencia de muchos conventos poderosos y la junta de obras del Pilar, realmente rica. En esta ciudad recibe una primera educación en Las Escuelas Pías y se inicia en la pintura con José Luján. Va a Madrid, tras los pasos de los hermanos Bayeu, Francisco y Ramón, como única posibilidad para poder triunfar en el campo de la pintura. La Real Academia organizaba cada tres años un concurso para premiar el trabajo de un artista. Se presenta en 1763 y 1766 a estos concursos no obteniendo premio en ninguno de ellos, pues su estilo personal no era apreciado por el Jurado. Va por sus propios medios a Italia, donde aprende la técnica del fresco. A la vuelta pinta la bóveda del "coreto" del Pilar, con una clara influencia de Tiépolo. Esta obra, Adoración del nombre de Dios (1771-1772) le abre la puerta a nuevos encargos. En la Cartuja del Aula Dei ejecuta once murales al gusto neoclásico sobre escenas de la vida de la Virgen. Se casa en 1773 con Josefa Bayeu, amiga de su infancia y hermana de Francisco Bayeu, pintor de cámara. Los autorretratos de Goya muestran su interés por darse a conocer como una persona inteligente, elegante, bien puesta, segura de si misma e incluso desafiante. Desde el primer autorretrato conocido de Goya a su regreso de Italia (hacia 1773). La decoración de la cúpula "Regina Martyrum" (1780-1781) de la basílica del Pilar consagró ya a Goya como gran pintor. La culminación de su producción religioso-decorativa será la pintura que en 1798 realizará en la cúpula de la ermita de San Antonio de la Florida. Tras la pintura en el coreto del Pilar, se hace posible el traslado definitivo a Madrid, donde está ya en 1774 y con trabajo de cartonista en la Fábrica Real de Tapices, aunque sigue siendo un perfecto desconocido en esta ciudad. Esta situación le permite el acceso a los tapices reales. Aunque en su primera serie, la influencia de Bayeu es clara, en la segunda serie, frente al convencionalismo académico de otros cartonistas, Goya saca a relucir la frescura de los temas populares, siguiendo la tradición de Teniers. Pero los éxitos con sus cartones le granjean la simpatía de los Reyes. El acceso a Palacio le permite contemplar la galería regia. Solamente un pintor le llama la atención: Velázquez al que redescubre y de cuyas obras va a realizar algunos grabados. Estas obras nos hablan de un Goya apacible y risueño, que pinta la vida con los aires amables, algo rococós, del siglo XVIII. No estamos, por tanto, ante un pintor precoz. Lafuente Ferrari escribió que si hubiera muerto a los cuarenta años no hubiera pasado de ser un maestro de segunda fila. Pero precisamente la lentitud de su aprendizaje ha influido en su insatisfacción, en su búsqueda constante de nuevas fórmulas expresivas. La Academia de San Fernando le abre ahora sus puertas, y para la recepción pinta el Crucifijo, inspirado sin duda en el de Velázquez, pero de menos fuerza espiritual. Tras unas desavenencias con su cuñado Bayeu a propósito de la pintura de una bóveda en el Pilar de Zaragoza, vuelve a Madrid. Encuentra en la aristocracia madrileña un buen ambiente. De 1783 a 1792 conoce momentos de enorme felicidad. Pinta a estas linajudas familias con gracia exquisita y con profunda verdad al mismo tiempo. Cuando Goya hizo el retrato a Carlos III cazador todavía no era pintor real, por lo que el monarca no pudo posar para él. No obstante supo captar la personalidad del tímido y austero rey. El retrato, poco adulador, debió gustar al monarca, pues poco después fue nombrado Goya pintor real. Sigue pintando una tercera y una cuarta serie de cartones en la Fábrica de Tapices. El cartón de la Gallina ciega es un modelo de gracia, rico colorido y bella agrupación. De las Estaciones, la Vendimia, muy inspirado en lo velazqueño, nos sitúa con el Guadarrama al fondo, con una luz gaseosa y las figuras desdibujadas por la distancia. En La Nevada, junto con el anterior perteneciente a los cartones de Las Cuatro estaciones, crea una atmósfera dramática con la sensación de frío y viento. Los rostros ocultos suponen un descubrimiento expresivo que se repite luego en Los fusilamientos. En 1793 sufre la primera crisis. Enfermo de gravedad, queda sordo, de modo cada vez más acentuado. Protesta contra la desgracia y da rienda suelta a su malhumor. Se torna desconfiado, y su pintura excava en el espíritu de los hombres. La técnica del grabado es para Goya un medio de desahogo. Hace la serie de Los Caprichos, que constituyen el conjunto más conocido de su arte. Encontramos un mundo compañero de las pinturas negras. A través de sus grabados se pusieron de manifiesto la hipocresía del predicador y la estupidez y credulidad de los oyentes, el matrimonio monstruoso entre la joven y el viejo porque así lo requería el interés, la ociosidad y poder de un clero capaz de ir a lomos de quien fuera necesario, y, con la imagen de un burro, aquella nobleza orgullosa de su linaje y que apoyaba su vanidad, inutilidad e ignorancia en que un antepasado de hacía ochocientos años había realizado alguna proeza. Siente que el hombre tiene graves defectos en su vida, a veces grotescos, y se complace en considerarlos. Cada grabado lleva una leyenda que explica irónicamente su contenido. En ellos va a aparecer la España de fin del XVIII, en la que se confundían la verdad y la mentira, lo sagrado y lo profano, lo necesario y lo superfluo y sumía en la desesperación y frustración a aquellos ilustrados reformadores que vieron alejarse en los últimos años del siglo la posibilidad de un cambio paulatino en el que habían cifrado sus esperanzas. Aborda los temas de brujería, de crítica social, de censura de la lascivia, etc. El retrato alcanza ahora una gran madurez. Hay mayor penetración sicológica. Siente predilección por lo femenino. Se pueden recordar los de la Duquesa de Alba, La Tirana, la Condesa de Chinchón (uno de los más logrados), Isabel Cobos Porcel, etc. En 1798 decora la bóveda de San Antonio de la Florida, con diversas figuras llenas de naturalismo y picardía, que nos ilustran acerca de la forma personal de interpretar la pintura religiosa. Concibe escenas populares y cortesanas. Al ser la ermita patrimonio real y no depender de obispos ni académicos, daría al pintor ocasión de trabajar con entera libertad. Por primera vez va a introducir formas deshechas y expresivas que nos lo manifiestan como un expresionista. Elevado a la condición de primer pintor de cámara, retrata sin descanso a la familia real. Está todavía por saber si los cuadros de las majas, Maja vestida y Maja desnuda, son retratos. Pintadas por encargo de Godoy, que en ese momento ha llegado a la cumbre del poder, nos da una versión del tema clásico de Venus acostada. Pero aquí no hay ninguna diosa, sino dos lindas españolas: la vestida luciendo ricas calidades y la desnuda con un nacarado cuerpo. El modelo clásico está modificado con los grandes cojines que elevan la figura, rompiendo el tradicional aspecto fusiforme. Destaca, entre los diversos retratos, el de la Familia Real de Carlos IV, una de las obras maestras de la pintura española, y documento histórico de valor incalculable. Goya busca en el lienzo la esencialidad del personaje, apartándose de todo afán secundario de ambientación. No se oculta a un Carlos IV apocado y gordinflón que parece no enterarse de lo que hace en medio de su familia, ni comprender por qué le han retenido cuando lo que quiere es ir de caza. Está un paso por delante del resto del grupo, pero a nadie convence de que sea capaz de dominar a éste, como tampoco fue capaz de dirigir ni dominar la política española. Algo muy distinto se ve al contemplar a la reina María Luisa que, al igual que en el país, ocupa el lugar central del cuadro. Un gesto altivo y duro contrasta con el cuerpo de esta mujer desdentada y con carnes de aldeana madura que manejaba todas las intrigas palaciegas, y cuya relación con el favorito Godoy era la piedra de escándalo que corría de boca en boca. Enriquece de tal manera la materia que cada trozo del cuadro es una verdadera joya. Están todos los personajes de pie, y con escaso movimiento, como en una presentación de corte. El propio pintor se retrata, como Velázquez en las Meninas, en segundo término ante el caballete. La obra titulada el El Coloso, atribuida durante años a Goya, está hoy descatalogada de la producción de Goya. No todos los estudiosos están de acuerdo con lo que se ha hecho, por lo que la discusión sigue, sobre todo tras el análisis de la fotos de J.Laurent. Los horrores de la guerra, con sus violaciones, fusilamientos, robos, sacrilegios, fueron pábulo propicio para una mente tan inclinada a la exaltación. La guerra había sido pintada hasta entonces como un espectáculo bello. Goya pinta la guerra como un cúmulo de tragedias. Lo que más le impresiona de aquella guerra, incluso más que el patriotismo, son los horrores. No es un español que observa la guerra, sino un hombre con inteligencia de filósofo. Reúne dibujos para la colección de los Desastres que grabará más tarde. No aparecen escenas de lucha de tipo militar, sino lo que ve el hombre del pueblo: ejecuciones, violaciones, saqueos, campos sembrados de muertos, represalia militar, etc. Ya pasado el conflicto, en 1814, pintará dos cuadros monumentales de historia contemporánea: El 2 de mayo en Madrid o La carga de los mamelucos y los Fusilamientos del 3 de mayo. Los dos cuadros son de una modernidad admirable. En Goya tiene el mundo contemporáneo el primer gran cronista de guerra. Alejado de la traición y de la patriotería, su pintura bélica se distingue por la autenticidad. Un símbolo para toda época. Terminada la guerra vuelve a ser el pintor de cámara de Fernando VII. La pincelada se ha hecho más sintética y expresiva. Debió encontrar cierta calma momentánea en la pintura de algunos encargos religiosos. Gran dramatismo se advierte en estos cuadros. La oración del huerto, en el que la factura se deshace está trabajada con decisión, a brochazos de enorme efecto. De La última comunión de San José de Calasanz no quiso cobrar nada y puso un gran sentimiento en su realización, quizás por un nostálgico recuerdo de aquel tiempo en que recibió su primera educación y una cierta ternura hacia esta institución. Su fantasía se explaya también en unos cuadros pequeños actualmente en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. En ellos se representan el Entierro de la Sardina, los Disciplinantes, Corrida de toros, La casa de los locos y El juicio de la Inquisición. Parece que los pintó entre 1815 y 1819. Al ser cuadros de gabinete trabaja más libremente, y en ellos plasma la realidad de lo cotidiano, lo popular, e incluso escenas de gran dramatismo. Goya, castizamente español, pese al universalismo de su pintura, inmortaliza la fiesta de toros en una serie de grabados: la Tauromaquia, en la que estudia la fuerza y el movimiento. Pero la inclinación por lo macabro le domina. Pinta otra serie de grabados: los Disparates, que representan la obra más personalista y exaltada de Goya. Aquí recurre a lo monstruoso y deforme, creando seres embrionarios, a medio hacer, o con dos o tres caras. Acosado, frustrado y sin ilusiones, decide alejarse de la Corte, y en 1819 compra una solitaria casa de campo, muy pronto conocida como la Quinta del Sordo, en la otra orilla del Manzanares. Allí llegó acompañado por dos mujeres que adquieren un significado muy especial en las postrimerías de su vida: doña Leocadia Weiss, de solo treinta y dos años, y su hija, la pequeña Rosarito. Aquí sufre una nueva y seria enfermedad. Apenas recobrada la salud, comienza a cubrir las paredes de dos salas. Entre 1819 y 1822 surgen los catorce óleos conocidos como las Pinturas negras. Es difícil saber qué finalidad tenían. Va a pintar un mundo de brujas, hechiceras, viejas y desdentadas, en las que la fealdad se hace arte. En todo caso, conviene ver las fotografías que se hicieron de las obras antes de ser arrancadas; pueden darnos unas pistas interesantes sobre el contenido de las pinturas. En 1823 los Cien Mil Hijos de San Luis restauran la monarquía absoluta de Fernando VII. Goya retrata al rey, pero siente miedo y busca el exilio en Francia. Goya cede La Quinta a su hijo con el pretexto de tomar aguas en Plombiéres, y progresivamente es abandonada. En 1873, amenazada de derrumbe, el pintor Salvador Martínez Cubells arranca las pinturas de la pared y las fija sobre lienzo para poder conservarlas. En 1878 estos óleos fueron exhibidos en la Exposición Universal de París y en 1881 cedidas definitivamente al Prado. La reacción fernandina, tras un período
constitucional de 1820 a 1823, despierta serios temores
en el artista, que, con permiso del monarca, va en 1824, con setenta y ocho
años, a establecerse en Burdeos, la ciudad que había concentrado gran parte de
los exiliados españoles. Allí continúa pintando con entusiasmo, renovando
continuamente su técnica. Y, pintando siempre, muere en 1828. Su desaparición pasó inadvertida, pues su arte iba a contrapelo de la época. Poco después su pintura sería buscada ávidamente. No en vano había puesto los cimientos de la pintura de nuestro tiempo. Es abiertamente prerromántico, y sin serlo, los románticos van a reiniciar un arte con los mismos caracteres de luces, colores, composiciones dinámicas y escenas de exaltación de la libertad. Los realistas amarán a Goya por la atención que éste había dispensado a las clases humildes. Más clara es la deuda del impresionismo; la técnica de manchas coincide, y Manet, pionero de la primera generación impresionista francesa, vendrá a España a estudiar la obra de Velázquez y Goya. Con mayores motivos el expresionismo de nuestro siglo, que gusta de los estados exasperados sin cuidarse de la forma, tiene en Goya un precursor. Cuando un expresionista dice que no quiere representar al tigre, sino la "tigridad" no se distancia de Goya que representa no Dos viejos comiendo sopa, sino la vejez. Cuando los surrealistas se afanan en expresar el mundo de los sueños, siguiendo conquistas del sicoanálisis, no inauguran una posibilidad del arte, sino que enlazan con la que El Bosco y Goya habían desvelado. Por eso, si todos los movimientos pictóricos posteriores beben en su obra, no es exagerado llamarle "el primer pintor moderno".
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