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Con la caída de Napoleón y la consolidación de los regímenes políticos de la Restauración, que intentan borrar de Europa cualquier vestigio de la Revolución Francesa, un movimiento cultural, el Romanticismo, se convierte en bandera de las jóvenes generaciones que aspiran a encarnar en la política, la literatura, la filosofía y todas las artes los principios revolucionarios que en 1814 quedan momentáneamente soterrados. El romanticismo es sobre todo un grito de libertad. Se funde este espíritu con el ímpetu de una revolución. Pero tendrá también enormes resistencias. Los pioneros del romanticismo se han formado en los talleres neoclásicos de David y sus discípulos. Rechazan las convenciones neoclásicas y, saltando sobre ellas, enlazan con los valores de la pintura barroca. Como características generales podemos señalar: la recuperación de la potencia sugestiva del color en detrimento del dibujo neoclásico; así se liberan las formas, los límites excesivamente definidos. Surgen las luces vibrantes, que refuerzan a las manchas en su tarea destructora de las formas escultóricas. Se buscan composiciones dinámicas, posiciones convulsas, gestos dramáticos. Se rinde culto al paisaje, incluso como recurso para desplegar colores luminosos y para encuadrar entre nubes eléctricas y oleajes furiosos los grupos humanos. También gusta de los temas históricos, pero de aquellos que más pueden herir la sensibilidad del espectador. Lo mismo ocurre cuando se pinta un hecho contemporáneo; no puede ser una mera descripción. Los temas de las revoluciones políticas o los desastres de la naturaleza son interpretados por el pintor de forma parcial.
Theodore Géricault (1791-1824) es el símbolo más claro del nuevo estilo. En 1819 presenta la Balsa de la Medusa, en la que abandona la calma clásica y se entrega al contacto directo con la rabiosa actualidad de un suceso que emocionó a la opinión pública. Narra el naufragio en 1816 de la fragata Medusa. Los supervivientes, colonos que viajaban a Senegal, construyeron una balsa, pero faltos de alimentos, se devoraron los unos a los otros y llegaron a enloquecer. Este cuadro sacude a toda Francia, y entra incluso en el campo de la política, al censurar al mando del barco por imprudencia. Pese al sentido trágico que entraña, todavía se modera el dramatismo, ya que en la parte superior se alza sobre la pirámide de cuerpos un hombre agitando un paño, como anuncio de la salvación que, en efecto, llegará. La coloración es intencionadamente sucia y terrosa. La acumulación de cuerpos y la violencia de los escorzos testimonian el efecto que produjo sobre el pintor el Juicio Final de Miguel Ángel. Pasa los últimos años en Inglaterra, donde cultiva uno de sus temas favoritos: los caballos (Derby de Epson); siempre con un jinete que trata de dominar el ímpetu del animal. El gran titán de la pintura romanticista es Eugenio Delacroix (1798-1863). Formado en un taller neoclásico, es compañero en el mismo de Géricault, pero sus preferencias van desde muy joven por Rubens y los venecianos. Su colorido es encendido, imaginativo, alejando de la naturaleza. Desemboca en una exaltación de los colores más potentes. Pero el color es para él solamente una forma de elocuencia, una manera de subrayar los gestos de arenga y las composiciones exultantes. En la Matanza de Quíos exalta el heroísmo de los colonos griegos de esta isla que trataron de independizarse de los turcos. El movimiento y el color dramáticos son notas descollantes de ésta y del resto de sus obras. En la exaltación de las miserias de la guerra se reconoce la influencia de Goya, por cuya pintura siente Delacroix una gran atracción. El éxito se repite cuando pinta La muerte de Sardanápalo. La exaltación del color cálido y el movimiento nos recuerdan a Rubens. La fuerza romántica estalla impetuosa. En el centro del cuadro el monarca asirio contempla impasible cómo sus servidores dan muerte a las mujeres de su harén. Pocas veces le atrajo un episodio contemporáneo. Pero en La Libertad guiando al pueblo, presenta la primera composición política de la pintura moderna. Como protesta contra una serie de ordenanzas que restringían las libertades ciudadanas, se inicia en París el 27 de julio de 1830 las "tres jornadas gloriosas". Jóvenes republicanos se ponen al frente de la insurrección. Los acontecimientos de París se convierten en un detonante para un movimiento continental: contra los reyes absolutistas y contra los ocupantes que impiden la independencia nacional (belgas contra holandeses, polacos contra rusos). El cuadro recoge muchas enseñanzas de Goya. Exalta el color, la pincelada suelta (fachadas y tejados de las casas de la derecha y el grupo de soldados en el centro del borde derecho). La luz se convierte en una obsesión: estalla en la blusa del cuerpo caído en primer término, envuelve convulsivamente la figura de la Libertad, disuelve entre humos y brillos las nubes y casas del fondo. Al fondo hay un piquete que dispara, y en primer término los cuerpos caídos. La relación temática es clara. Pero lo que distingue a la Libertad es el movimiento: resulta difícil encontrar una forma recta e imposible percibir una figura estática, serena o indiferente. La oposición radical al arte oficial fue la causa de que sus obras fueran constantemente rechazadas por los jurados del Salón, al que sólo conseguirán acceder después de 1848. Camille Corot (1796-1875) inicia un nuevo tipo de paisaje. En él es característico el pleno aire, por eso sabe registrar los distintos cambios de luz que se producen en el transcurso del día. Con gradaciones de luz da a los colores una mayor o menor profundidad, con lo que obtiene la espacialidad del cuadro. Sus colores son suaves, íntimos y sin estridencias. La luz clara desmaterializa los objetos (Catedral de Chartres). Su pintura tendrá gran influjo sobre los impresionistas.
Los románticos entronizaron el paisaje y los paisajistas ingleses los que iniciaron el giro de la pintura, al enfrentarse sin prejuicios con la naturaleza. A diferencia de los románticos franceses no les atraen los temas políticos, quizás porque el sistema parlamentario británico les tenía habituados a un marco de libertades y la isla escapa a los coletazos de las revoluciones de 1830 y 1848. John Constable (1776-1838) es uno de los primeros paisajistas modernos. Acude a pintar al aire libre y huye del taller, actitud que hace presentir al impresionismo, lo mismo que su técnica de manchas. Su materia se espesa, llegando a servirse de la espátula. Esas pinceladas burdas y rudas, que ofenden al tacto, sirvieron para captar el viento, la lluvia, la tempestad, la humedad propia del país británico. Es el triunfo de lo subjetivo. Demuestra una de las mayores verdades del arte contemporáneo: todo es relativo y cambiante; no existe un paisaje fijo. Cuando pinta la Catedral de Salisbury, escoge diversos puntos de vista; deja la obra a medio acabar, con objeto de que nuestra imaginación colabore y ponga también su sensibilidad particular. La luz, sus reflejos y movimientos, son constante preocupación. Cuando en 1824 expone en París El carro de heno, entusiasma a los románticos e irrita a los neoclásicos por su falta de idealismo. En Inglaterra gozó de escasa estima, pues se tachaba a sus cuadros de descuidados y se censura su afirmación de que "la línea no existe en la naturaleza". A raíz de la exposición de pintura inglesa en París en 1824, el efecto sobre la pintura francesa fue sensacional. William Turner (1775-1851) lleva todavía más lejos el libre uso y el valor provocativo del color, utilizado de forma exuberante. Deja una abundante obra con constantes experimentaciones. Más alejado de la realidad que Constable, tiende a diluir las formas perdiendo la naturaleza progresivamente forma y ganando luz. Las formas, cuya imprecisión ha sido estudiosamente buscada, tienden a fundirse las unas con las otras, haciendo su encabalgamiento movido, fluido, y multitonalizado. Lo que esta anticipación supuso tan solo pudo ser valorado ya muy avanzado nuestro siglo, tras el triunfo de ciertas modalidades de pintura no imitativa. Nos acercamos a lo puramente accidental, al cambio. Junto a la luz le interesa el vapor, la humedad, el humo.
En Federico de Madrazo (1815-1894) se pueden considerar dos aspectos: el cuadro de historia y el retrato. El primero ligado al romanticismo europeo; el segundo, a la tradición española. Es en los retratos donde se desenvuelve con mayor originalidad. Sus figuras tienen un porte muy distinguido, sobre todo las femeninas, muy románticas (Condesa de Vilches). Antonio María Esquivel (1806-1857) se distingue por los retratos, algunos colectivos, como el que representa a Zorrilla recitando en el estudio del pintor. Este género apenas era practicado hasta entonces en España. Los costumbristas dan a conocer el folklore español en obras de inmensa popularidad. Goya está presente en la imaginación de tales pintores. Leonardo Alenza (1807-1845) tiene cuadros de costumbres muy celebrados (El viático). Su corta vida impide el desarrollo maduro de lo que prometía (El suicida) Eugenio Lucas (1824-1870) tiene también por maestro a Goya. Mantiene vivo el interés por personajes populares, toreros, manolas, bandoleros, y por asuntos cargados de emoción, como corridas de toros, procesos inquisitoriales, aquelarres (obras varias). El costumbrismo de Valeriano Domínguez Bécquer (1834-1870) apunta más a escenas regionales, donde los personajes aparecen con sus vestidos típicos. En el campo del paisaje hay que citar a los acuarelistas, grabadores, litógrafos y dibujantes, que se dedican especialmente a representar iglesias, monasterios, ruinas, en medio de un ambiente romántico. Nuestro país fue un paraíso para el romanticismo; estuvo de moda en el XIX y atrajo a infinidad de viajeros. Entre ellos hay que destacar al inglés David Roberts. Fruto directo de las enseñanzas de este inglés es la obra de Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854). Sus visiones de la naturaleza se subjetivizan hasta la deformación, en una búsqueda de poesía y ensueño. Estas características se pueden observar en obras como Procesión a Covadonga, Inauguración del ferrocarril de Langreo, Interior de un templo, etc. Carlos de Haes (1826-1898) es más creativo en sus numerosos apuntes del natural que en sus elaborados lienzos de los Picos de Europa.
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En las décadas centrales del XIX el romanticismo, con su idealización de la historia, de la sociedad y sobre todo de la naturaleza, deja paso a una corriente de interés por la realidad concreta. Diversos procesos contribuyen a ello:
Gustavo Courbet (1819-1877) es el que acaudilla el realismo. Tuvo que
esperar a la revolución de 1848 y a la
suspensión de jurados para ser admitido en
el Salón; incluso después
su pintura seguirá provocando enormes polémicas
por diversas causas. La obra de Courbet está
llena de motivaciones ideológicas. Su
pintura está hecha para un público
muy concreto, el proletariado campesino o de la ciudad, que actúa
a la vez como modelo y como tema. Los tipos pueblerinos de sus paisanos de
Ornans son reflejados en su verdadera fisonomía
y actitudes en El entierro
en Ornans, retrato colectivo, inusitado por la
personalidad de los retratados y la circunstancia en la que se les coloca. Si en
el Entierro del Conde de Orgaz el espíritu
se eleva, aquí todo deprime: el cielo
plomizo y los acantilados de Ornans pesan sobre estas gentes secas y adustas,
que no esperan ya nada. Se comprende el cuadro, acordándose
de que había dicho que él
era un hombre sin ideal y sin religión. El único comprador de este tipo de
pintura será Alfred Bruyas, un rico hacendado de Montpellier, pues ve que la
fuerza de estos cuadros reside en la pintura misma y no en el asunto
representado. Fruto de esta amistad será
El encuentro,
también llamado ¡Buenos días, señor Courbet!, en el que se recoge un acto
intrascendente: el saludo matinal de ambos personajes en el campo. Honoré Daumier (1808-1897) es uno de los mayores dibujantes de su generación. Se va a entregar a la caricatura política con agudas críticas al gobierno de Luis Felipe Orleans, lo que le cuesta la cárcel. La caricatura no es sino una exaltación brutal de la realidad. El Vagón de tercera es claro indicio de su preocupación por las clases humildes. Gran observador, hace convivir en ese modesto vagón a obreros con personajes de sombrero y copa. Por su técnica vibrante de luces y sombras, de poderosos volúmenes destacados por grandes manchas sombrías o claras y rápidas rayas, y sus colores sobrios, se convierte en un realista muy cercano al impresionismo (La lavandera). Pero también hay un fondo romántico en su pintura. Significativo es la reiteración en el tema de Don Quijote y Sancho Panza. Dada su vocación de dibujante, el perfil de sus figuras se hace sinuoso y cortante. Juan Francisco Millet (1816-1879) pinta campesinos, lejos del tráfago de la ciudad, ajenos a las nuevas ideas políticas; campesinos que creen y oran, que bendicen el trabajo. Aficionado a las lecturas bíblicas, un sentido religioso se encuentra en todas sus pinturas. En sus cuadros se percibe el alivio del campesino que descubre en el campo un amigo (se adscribió a la escuela de Barbizon) y nota en él la presencia de Dios (El ángelus, Las espigadoras). Una plasticidad muy acusada, con vivos efectos de luces y un color dorado de crepúsculo, junto a la inmovilidad de sus figuras que se detienen un momento en su quehacer para quedar eternamente fijos en la tela son características de su pintura. En otras obras, como Las espigadoras, nos da ejemplo del realismo clásico, que no reconoce épocas. El paisaje viene cultivado por un grupo de pintores que abandonan París para refugiarse en Barbizon, junto al bosque de Fontainebleau. Se acercan a la naturaleza, hacen vida de campesinos, habitan en humildes chozas sufriendo las inclemencias del tiempo. Sacan el caballete a la campiña y se esfuerzan en observar la naturaleza pero no con intención de idealizarla sino con el compromiso de copiarla fielmente hasta en el detalle, cayendo incluso en cierto fotografismo. Théodore Rousseau (1812-1867) es el jefe indiscutible de la escuela. Buen ejemplo de lo dicho son los cuadros en los que refleja el bosque de Fontainebleau, la puesta del sol, etc.. Los árboles cobran personalidad humana: de ahí su romanticismo.
En España, en la segunda mitad de siglo, el realismo da origen a una pintura de historia, que da escasa gloria al arte nacional. Suelen ser lienzos de enorme tamaño, con gran cantidad de figuras y un sin fin de detalles secundarios de ambientación correspondientes a la época de la escena. Cuando la Academia de San Fernando inicia sus concursos (1835) o cuando después se organicen las Exposiciones Nacionales, los cuadros de tema histórico recibirán medallas en abundancia. Esta pintura deriva de la romántica, pero con una gran diferencia. El artista romántico trata cuadros de historia con afán de exaltar el espíritu, sin importarle la exactitud histórica de la indumentaria y el ambiente. En cambio la pintura del período realista es erudita y da una mayor importancia a la verosimilitud. El asunto es lo importante del cuadro. Este prurito historicista fue una rémora, pues muchos pintores estaban bien dotados, pero la verosimilitud mató a la inspiración. Más que autores, merecen citarse obras. Antonio Gisbert (1835-1902) destaca con Fusilamientos de Torrijos y sus compañeros, en el que se rinde culto a la causa liberal. La teatralidad habitual en este tipo de pintura se aparta para dejar paso a unos personajes reales, llenos de dignidad, envueltos en una triste luz gris de amanecer. José Casado del Alisal (1832-1886) es el autor de una de las obras maestras del género, La rendición de Bailén, que recoge, con una cierta pretensión de rememorar a Velázquez, la primera gran derrota de los ejércitos napoleónicos. Eduardo Rosales (1836-1873) es el autor del mejor cuadro de historia: El Testamento de Isabel la Católica. Convence sobre todo por la naturalidad del ambiente, lejos de todo retoricismo. Las figuras permanecen inmóviles, perplejas, sin poder reaccionar ante la irreparable pérdida de la Reina. Por una vez el sentimiento verdadero había desplazado el artificio. Los juegos de luces y las líneas de composición se concentran en un punto y eliminan datos innecesarios, ofreciéndonos personas muy humanas. Mariano Fortuny (1838-1874) es un artista de excepcional valía y, también, como Rosales, de corta vida. Pertenece al realismo por el amor al detalle, pero se nota ya en él una afición a los juegos de luz impresionistas. Su técnica es de una minuciosidad extraordinaria. Es comisionado por la Diputación de Barcelona para pintar las crónicas de la guerra con Marruecos. Estudia con numerosos bocetos y apuntes los tipos populares, adquiriendo un gusto por el pintoresquismo y los efectos de luz y materia que luego jugarán importante papel un sus mejores obras. El preciosismo del color se aprecia en La Vicaría. Se presenta la obra en 1870 ante el público de París, con un éxito inusitado. La riqueza de las telas y el brillo de la dorada reja, componen una abigarrada policromía. Según acostumbraba, hace el cuadro de tamaño pequeño, lo que acentúa el efecto suntuoso y hace más ligera la composición. La valoración del casticismo nacional es un hecho a partir de Goya. Fortuny lo acomete aderezándolo con gracia española. Sus personajes son chispeantes y garbosos. Es uno de los cuadros que mejor testimonian el insensible paso del realismo al impresionismo.
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Características La historia del impresionismo comienza en 1874 con la exposición que ese año se celebra en la galería Nadar de París. Entre los numerosos lienzos de una serie de pintores calificados como "vanguardistas", hay uno de Monet que representa el puerto de cualquier ciudad marítima francesa, al que su autor ha bautizado como "Impression: soleil levant". Las burlas del periodista Leroy dan origen al nombre de este grupo de pintores como de impresionistas. Dos años después, la segunda exposición tiene también una crítica totalmente negativa. En 1877 las burlas se centran en el más avanzado de ellos, Cézanne. Pero meses después, la compra por parte de marchantes norteamericanos de bastante cuadros, suscita una actitud de respeto. Con el impresionismo París se convierte en capital mundial de la pintura: un sólo museo, el Jeu de Paume (París), guarda buena parte de las colecciones. Como antecedentes del movimiento pueden señalarse a Constable que estableció la composición de los elementos del color en la naturaleza; Delacroix, descubridor de la ley de los colores complementarios y a los pintores de la escuela de Barbizon, con creaciones al aire libre. El deseo de captar las variaciones atmosféricas había impulsado a pintores como Velázquez, Ticiano, Turner o Goya. En el siglo XIX, los pintores españoles "luministas" como Fortuny o Sorolla, intentan captar la luz del Mediterráneo. Pero el impresionismo va a ser otra cosa. La diferencia fundamental entre unos y otros radica en el intento, más o menos consciente por parte de los impresionistas franceses, de aplicar a la pintura una serie de descubrimientos científicos, relacionados con la física y la fisiología, concretamente con una serie de nuevas leyes ópticas a propósito de la luz y del color. Chevreul había realizado en 1823 diversos trabajos científicos sobre los colores, que en resumen, dicen: existen tres colores primarios (amarillo, rojo y azul) y tres complementarios (violeta, verde y naranja); un color complementario se exalta junto al primario que no forma parte de su composición (por ejemplo, el verde se exalta junto al rojo); los colores complementarios se destruyen si se mezclan en cantidades iguales, es decir, se obtiene un gris incoloro. De estos tres enunciados surge una serie de combinaciones ópticas de precisión casi algebraica, que los impresionistas tienen en cuenta. El cuadro impresionista está formado por yuxtaposiciones de tonos puros, dispuestos según la ley de contrastes simultáneos de Chevreul, de tal manera que el ojo humano, al mezclarlos en la retina, recrea la apariencia de la naturaleza y la luminosidad del ambiente. Así pues, la obra impresionista en sí, exenta del proceso de mezcla de colores realizado en la retina humana, aparecería como un conglomerado de partículas coloreadas, manchas y puntos (de formas abstractas), que simbolizan la disolución de la materia. Otras características del impresionismo son:
Manet (1782-1883) es hijo de un alto funcionario del estado, por lo que recibe una educación esmerada. Copia en el Louvre a Tiziano, Tintoretto y Velázquez. Es por tanto un hombre de formación tradicional aunque no académica. El año 1863 va a ser un año clave para la pintura. El Jurado del Salón rechaza cerca de 3.000 obras de las 5.000 presentadas. Los rechazados organizan su exposición paralela (El Salón de los rechazados), en el que Manet gana celebridad. La obra que presenta Manet ese año es Dejeuner sur l'herbe (El almuerzo campestre), y supone la ruptura y el punto de partida del impresionismo. Provoca una reacción de escándalo, pues lo consideran pornográfico. El desnudo femenino se opone a dos figuras masculinas en correcto atuendo oscuro. Hay un nuevo tratamiento formal de la pintura: grandes manchas de colores planos, con una pincelada suelta y con sensación de ser un boceto. Se da un contraste entre las zonas uniformemente oscuras y claras, opuestas de forma chocante, sin difuminado atmosférico. Con Olimpia, en 1865, escandaliza de nuevo a los visitantes del Salón, culminando su técnica. Las sombras ocupan la parte superior, donde apenas se adivina la cara de la criada negra y un gato, más negro aún, emergiendo del fondo plano, sombrío y sin matices. La parte inferior acumula los tonos claros en una soberana armonía de blancos irisados, rosa y carne sólo interrumpida por los ligerísimos toques de rojo y verde de algunas flores. Los efectos de luz son tratados violentamente: los volúmenes se aplanan, los contornos se revalorizan; el modelo es realista, algo vulgar pese a las sugerencias clásicas de la postura. Manet admira a los pintores españoles, cuya obra conoce en un viaje a España, especialmente a Velázquez y Goya, y menos al Greco. El pífano, Torero muerto o La ejecución del emperador Maximiliano. En 1864 comienza las relaciones con los impresionistas. Los contrastes se suavizan, los contornos se hacen menos densos, la pincelada es más breve, menos uniformes las superficies. No obstante, siguen otras premisas anteriores: masas oscuras y claras que se contraponen y equilibran, negros utilizados con generosidad y maestría (este color estaba proscrito por los impresionistas por no encontrarse en la naturaleza). Casi al final de su vida consigue otra obra maestra: El bar de Folies-Bergére, donde la sabiduría compositiva, la brillantez de colorido y los efectos vibrantes de las pinceladas que sugieren la abarrotada concurrencia del local forman un genial compendio de las etapas pictóricas del artista. Claude Monet (1840-1926) es el fundador e impulsor del impresionismo. Sus comienzos transcurren en pleno contacto con la naturaleza y sus maestros fueron paisajistas. Monet se aficiona a reproducir las distintas apariencias del mismo paisaje en diferentes condiciones de atmósfera y por este camino llega a una perfecta compresión de la naturaleza. En 1867 envía al Salón Mujeres en el jardín, pero la obra es rechazada. Todo el contenido del nuevo estilo estaba allí: pintada al aire libre, pese a su tamaño, muestra un grupo de jóvenes vestidas de alegres tonos con fuerte contraste, casi en relieve, con la oscura vegetación. La luz tamizada por el follaje hace guiños en los vestidos y desfigura sus colores. Las tonalidades sepias utilizadas hasta entonces para producir efectos de sombras han desaparecido y el ensombrecimiento se logra a base no de obscurecer sino de alterar los valores cromáticos. Por estos años atraviesa angustiosos trances económicos, hasta el punto de verse a veces obligado a suspender su trabajo por falta de colores (Campo de amapolas). Decidido no obstante, a seguir la línea trazada, marcha en 1869 con Renoir a una pintoresca estación de baños, y ambos inician allí una febril actividad dedicados de lleno a reproducir los reflejos de luz y objetos en el agua. Las vibraciones cromáticas se traducen en pinceladas breves, enérgicas, sincopadas; los objetos y figuras emergen sin una línea precisa, descritos someramente por cambios de colorido, como fugaces visiones de un instante; la entidad de sus reflejos en el agua es tan consistente como ellos mismos. Terminada la guerra participa en la primera exposición conjunta de la Sociedad con varios cuadros, entre ellos el titulado Impresión: sol naciente. El tema del cuadro es una vista portuaria de El Havre, un estudio de siluetas de barcos y mástiles a contraluz, surgiendo de la bruma. La búsqueda de sugestiones y el desprecio del detalle definen el programa de esta tela. La impresión general que produce este lienzo es la de que todo tiembla, pero manteniendo la individualidad de cada pincelada, que resultan perfectamente diferenciadas. Es notable también la armonía cromática, dentro de una gama difusa y escasamente diferenciada. Los primeros años de la posguerra transcurren en Argenteuil, y a este período corresponden sus mejores obras, con una claridad y pureza de colorido incomparables (Puente o Regatas de Argenteuil). Tras su regreso a París en 1876 se siente atraído por la atmósfera vaporosa y estructura férrea de La Estación de Saint Lazare, de la que pinta varias versiones de colorido cambiante. Lo mismo hace con la Catedral de Rouen, a la que pinta en diferentes momentos del día, serie en la que no se limita a captar las líneas arquitectónicas: su preocupación se centra en plasmar las tonalidades luminosas en las diferentes horas del día. Las Ninfeas de su jardín es la verdadera cima del impresionismo. Obra de vejez, pues contaba ya con más de ochenta años, muestra el grado supremo de disolución etérea al reflejarse las luces temblorosas sobre la superficie quieta y sucia del estanque familiar. El pintor capta el brillo de las hojas heridas por el sol, los reflejos del agua quieta, la palpitación de las sombras sacudidas en un balanceo de vegetación y viento. Auguste Renoir (1841-1919) pertenece desde el primer momento al grupo que se forma en torno a Monet. De origen humilde y talento despreocupado, es el más asistemático y cambiante de todos ellos. Su inspiración, a diferencia de Monet, no es sólo paisajista. La naturaleza entera le atrae, sea como alegre grupo de gentes que se divierten en un baile o en un almuerzo, sea como cuerpo femenino en la plenitud de su belleza o como flores y estanques brillantes al sol (El palco, Niñas al piano, Los paraguas, Las bañistas). Con tonalidades fuertes, rojas y amarillas, capta las vibraciones de la luz ondulante entre las hojas, tal como puede verse en Le moulin de la Galette, su obra más famosa. No existen figuras que reclamen la atención del espectador, pues no hay puntos de mayor o menor importancia; el artista, con sentido de artesano, distribuye por la tela entera sus llamaradas de color. Edgar Degas (1834-1917) participa con entusiasmo de los intentos innovadores del grupo, aunque sin llegar a integrarse plenamente en las ideas y prácticas del impresionismo. Admirador de Ingres, la línea conserva siempre una importante misión en su pintura, aunque la combina con efectos de color y luz de sentido impresionista para definir una figuración absolutamente moderna. Sus temas no tienen nada que ver con el paisaje, sino con la vida parisina que le rodea: el café, el ballet (del que es un apasionado), las carreras de caballos, las modestas costureras o los personajes de la vida bohemia y del espectáculo. Al contrario que sus amigos impresionistas no pinta lo que contempla, sino que somete sus recuerdos a un estudio, a una reelaboración en que la fidelidad al modelo sale algo afectada por las preocupaciones estilísticas. La luz natural es susceptible de sustituirse frecuentemente por la artificial, por las candilejas de un escenario con sombras pronunciadas y efectos de contraluz (Café concierto des Ambassadeurs, Mujer lavándose una pierna, En casa de la modista). El realismo más descarnado lo encontramos en El ajenjo. Un maravilloso compendio de este realismo lo encontramos en las bailarinas y escenas de baile que pinta a lo largo de su vida: los músculos tensos de unas piernas dibujísticamente señaladas, los tules temblorosos e iridiscentes esfumándose en el fondo, las perspectivas audaces, el cansancio que se refleja en la actitud de los momentos de reposo o el vertiginoso movimiento de sus momentos de actuación responde a un estilo inimitable, hondamente expresivo, fruto de un intenso estudio. El impresionismo suscitó inmediatamente, a
partir de 1886, una serie de reacciones negativas. Unas
vienen por la disconformidad relativa al
tratamiento formal que el impresionismo daba al lienzo, otras
se refieren al aspecto conceptual de la obra de
arte. Puede parecer sorprendente el hecho de que en tan
corto espacio de tiempo -apenas un cuarto de
siglo- se hayan producido tantas evoluciones e
involuciones en el terreno de los movimientos artísticos,
sobre todo teniendo en cuenta que hasta la segunda mitad del
XIX, los grandes períodos (románico, gótico,
renacimiento, barroco...) abarcaban cientos de
años. La respuesta está en la actitud audaz de los
impresionistas que, al romper con todo academicismo, sientan precedente y sitúan a la
libertad y espontaneidad a la cabeza de los
valores plásticos. |
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4.- Divisionismo o puntillismo Se revisan de nuevo los problemas de la luz, y se pretende dar una solución a la vez definitiva y conscientemente científica. Tiene su base en las leyes ópticas de la descomposición de la luz. Utilizan exclusivamente pequeñas pinceladas regulares en forma de punto, distanciando los colores fundamentales (rojo, amarillo, azul) de sus tonos intermedios. Substituyen la mezcla de colores en la paleta por las mezclas ilusorias en la retina, con resultados ópticos equivalentes aunque de mayor luminosidad. En este procedimiento, precisado de análisis y reflexión (lo que supone meses de trabajo), la visión de la naturaleza no puede ser impensada y fugaz como era la de los impresionistas; bien al contrario, es esquemática, llena de rigidez y algo geométrica. El iniciador del estilo es Georges Seurat (1849-1891). Su corta vida y la lentitud del sistema puntillista dejan reducidas sus obras a unas pocas aunque magistrales telas (Un domingo por la tarde en la isla de La Grand Jatte, Las modelos, Los bañistas en Asnieres). En el Circo logra su estilo una altura que sus seguidores no llegarán nunca a alcanzar. Entre estos destaca solamente Signac (1863-1935), de técnica más suelta, más libre, más breve, que contribuye a un cierto lirismo en sus composiciones de paisajes sobre todo marinos. |
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Numerosos artistas españoles han sido relacionados de una u otra manera con el impresionismo y el puntillismo franceses. Debe advertirse que, tanto en sentido técnico como desde un punto de vista histórico, resulta difícil calificar como impresionista a algún pintor español. El término luminismo se propone como más adecuado. Aureliano Beruete (1845-1912), madrileño de familia acomodada, viajero frecuente por España y Europa, se dedicó principalmente al paisaje castellano y al de los alrededores de Madrid (Manzanares, Afueras de Madrid). Novedades temáticas como lugares humildes y arrabales carentes de romanticismo y de cromatismo (su paleta tiene claridad) le alejan de los paisajistas precedentes, pero ni su técnica ni su visión llegan a ser impresionistas salvo en obras tardías. Darío Regoyos (1857-1913), a pesar de los contactos con Beruete, es una personalidad diferente. En La España negra nos da una visión insólita del país, que alcanza tonos tremendistas. Por la concepción de su obra y el lenguaje que emplea se emparenta más con el realismo que con el expresionismo. En París se convierte al puntillismo, que cultiva con paleta amplia y vibrante en paisajes norteños (Pancorbo), para los que eligió gamas grises en sus obras finales. Joaquín Sorolla (1863-1923) presenta una obra que asombra por su fecundidad; casi tres mil cuadros, bastante de ellos de enormes dimensiones, y más de venteril dibujos y apuntes. Disfrutó de una estimación desmesurada dentro y fuera de España que en la actualidad ha sido objeto de matizaciones. Hay que señalar el retraso con que aparece su pintura con respecto al movimiento francés, pues cuando nace Sorolla ya está en marcha el impresionismo. Pintor de historias y de temas del realismo social con fuerte carga (Aún dicen que el pescado es caro), será conquistado por la luz de Valencia y esto hace que su estilo cambie. La potencia de la luz solar del Mediterráneo, clara y blanca, domina sus obras, pero la estructura de sus figuraciones no sufren variaciones. Bañistas y pescadores, niños y mujeres, cuerpos desnudos y mojados, construidos por amplias pinceladas muestran una consistencia ajena al impresionismo, lo mismo que el poderoso dibujo y el cuidado que pone en los problemas de composición y movimiento, de lo que poco se preocuparon los impresionistas franceses. Otras facetas, sin embargo, le acercan a esta corriente: la valoración del agua en función de la luz y el color, el descubrimiento de los efectos de las luces fugitivas de la playa, especialmente de los cuerpos mojados de los bañistas, que brillan como espejos.
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El postimpresionismo asocia la técnica a la creación artística y a la contemplación de la naturaleza. Rechaza del impresionismo el culto a lo fugaz, proponiendo como alternativa el análisis de lo perenne, la reconstrucción de la forma. Cuatro artistas de excepcional calidad van a abrir nuevos rumbos a la pintura en el XX. En ningún modo puede decirse que formen un movimiento, pues se producción se realiza con independencia y la orientación que toman sus lenguajes pictóricos nada tienen en común. Paul Cézanne (1839-1906) empieza exponiendo con los pintores impresionistas. De estos aprende a observar directamente la naturaleza y a captar la importancia de la luz, pero muy pronto manifiesta su voluntad estructural y el deseo de fijeza de las formas, lo que le lleva a distanciarse de ellos y a buscar nuevas fórmulas para la pintura. Sus cuadros vuelven a recobrar la fuerza de la realidad plástica, conculcada por ceñirse sólo a la captación de la luz impresionista. El escultor-pintor crea diversos procedimientos para acentuar la noción del bulto. Renuncia al gris y al negro como fórmula tradicional para la obtención de sombras y las hace generalmente violadas. Concibe el cuadro dentro de una clase de objetos fácilmente reducibles a cuerpos rigurosamente geométricos. Afirma que los módulos fundamentales de la naturaleza son la esfera, el cono y el cilindro y tenderá a construir sus temas de acuerdo con estas formas, que posteriormente serán articuladas mediante la composición. No es de extrañar que utilice la manzana como pieza inexcusable de sus bodegones, pues le suministra una forma geométrica elemental. Para evitar que el objeto se desdibuje en sus perfiles, los recalca con énfasis, mediante una sólida línea oscura. Todo esto requiere una profunda y lenta reflexión que le lleva a realizar diferentes versiones de un mismo tema (Los jugadores de cartas, El muchacho del chaleco rojo). Sean figuras humanas, naturalezas muertas o paisajes, Cézanne utiliza el color como medio fundamental de su lenguaje, pues es el color el que construye las formas, y no la línea o el dibujo: "Cuando el color alcanza su riqueza la forma llega a su plenitud". Para conseguir una representación formal de la naturaleza, modifica las leyes de la perspectiva tradicional, pues los objetos son mirados desde puntos de vista diversos, se valoran los últimos planos y aparecen supuestas deformaciones (Bodegón). Sus investigaciones al aire libre (Bañistas) se resumen en su obra más meditada y de más paciente elaboración: Las grandes bañistas, en la que integra figuras y paisaje según una estricta ordenación a base de triángulos. La perfecta geometría ha simplificado al máximo la composición al tiempo que elimina sistemas tradicionales de representación anatómica o de perspectiva. En sus últimas obras se observa una atención preferente al paisaje con diversas variaciones. Las formas consisten en manchas de color geométricas, que se yuxtaponen y superponen hasta producir efectos informalistas. Se trata de disciplinados ejercicios cuyo elevado intelectualismo no impide la expresión de un arrebatado lirismo que Cézanne consigue sin pretenderlo al sumergirse en la naturaleza. Los Nabis, Fauvistas y Cubistas le reconocerán sucesivamente como su maestro indiscutible. Paul Gauguin (1848-1903), parisino, tiene una vida novelesca y aventurera; pero por encima de la anécdota interesa destacar su ruptura con la civilización y la huida de la sociedad burguesa. Recibe la influencia de Pisarro y se siente fascinado por la obra de Cézanne. Buscando ambientes más primitivos marcha a Bretaña y La Martinica, para volver a Bretaña donde cristaliza su primera manera personal de pintar. Aplica el sistema de tabicado (cloissonée) para sus pinturas, inspirándose en las vidrieras y esmaltes, en los que el color se extiende en superficies planas compartimentadas y separadas por trazos negros. El efecto pictórico consiste en las armonías de las masas cromáticas (Visión tras el sermón, la obra más representativa de este momento, con manchas amplias de color y perspectivas superpuestas). Crea composiciones simplificadas, estáticas, donde no está ausente el recuerdo de la pintura egipcia. En el arte popular de la propia región encuentra exóticas fuentes en las que inspirarse (Cristo amarillo). Su lenguaje simbolista se opone claramente al de los impresionistas: las ideas sustituyen a las sensaciones, la naturaleza es interpretada desde el sueño y no directamente, el proceso pictórico tiende a la síntesis y no al análisis. En busca de una vida más primitiva marcha a Tahití. El encuentro con las mujeres de las islas excita su imaginación pictórica. Los cuerpos monumentales, las actitudes no convencionales, el primitivismo de su vida y costumbres son temas que Gauguin transforma y elabora con ayuda a veces de fotografías o de otras pinturas. El resultado es siempre sorprendente por la audacia de los colores extendidos en superficies planas delimitadas por el arabesco lineal, con presentaciones frontales. Al final de su vida realiza ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?, testamento pictórico y resumen de la doctrina filosófica y artística del pintor. En resumen, su obra ofrece una una libertad pictórica, propia de un primitivo, en la composición, en la extensión del color, en sus acordes; una simplicidad en la forma que supone una recuperación frente al impresionismo, pero que abre al mismo tiempo los caminos del cubismo y una audacia cromática que admirarán los fauvistas. Vicent Van Gogh (1853-1890), holandés, descubre con tremendas dificultades su vocación de pintor. Dedicará su vida a la búsqueda de lo absoluto; en un primer momento por la predicación a los mineros y el estudio de la teología y, más adelante, por medio de la sublimación a través de la obra de arte. Los comedores de patatas es una obra representativa de su primera época, de influencia más bien realista, en la que trata temas cotidianos de labradores y obreros, ambientes sombríos y pobres, contrastes de luces, materia espesa, colores oscuros y dibujo deformante. Intenta encontrar solución a sus problemas pictóricos y se traslada a París, donde su hermano Théo, empleado de una galería de pintura y con quien mantendrá una correspondencia extraordinaria hasta su muerte, le presenta a los pintores del momento. El entusiasmo por los grabados japoneses le lleva a buscar climas y paisajes más soleados, pues su naturaleza neurótica le hace encontrarse triste y desangelado en París. El interior de los cafés era un tema querido por los impresionistas, y Van Gogh continúa con esta tradición. La luminosidad del cielo, el deslumbrante amarillear de los trigos en la época de sazón, las largas llanuras, robustecen al artista y despiertan su genio creador. Desarrolla ya su estilo personal con una actividad febril (Campo de trigo, Vaso con girasoles). Gauguin pasa tres meses en su casa, y ambos se enriquecen con las discusiones, pero Van Gogh, en un ataque de locura, intenta matarle; luego, presa del remordimiento, se corta una oreja (Autorretrato); no es el único autorretrato que haga. Sigue pintando en la campiña provenzal: sus trigos, sus soles, sus árboles, con tonos en los que el contraste es cada vez más violento y la pincelada más retorcida, con deformaciones atormentadas en la línea y el color. (Dormitorio). El color es siempre puro, y con él quiere expresar las pasiones humanas. Le angustia la miseria de este mundo, e inmortaliza las botas de un mendigo. No halla sino soledad a su alrededor, por eso el pintor se retira de alguno de sus lienzos, dejándonos sólo con el vacío (La silla). Por consejo de su hermano pasa un año internado en un manicomio donde tiene libertad para salir y pintar, lo que hace con apasionamiento. Los colores le sirven cada vez más como vehículo para expresar sentimientos; los amarillos estallan fulgurantes; basta ver obras como Campo de trigo con cuervos, o La iglesia de Auvers para contemplarlo. En la Noche estrellada nos da una visión apocalíptica, en la que las nebulosas, las estrellas, el sol, todo es arrastrado por un pavoroso frenesí, que arrebata también a la ondulada silueta del ciprés. Las pinceladas son pastosas de trazos paralelos. No puede dominar su locura y se suicida cuando sólo tiene 37 años. Henri de Toulouse-Lautrec (1864-1901), miembro de una familia de la nobleza francesa, es difícil de catalogar. Experimenta el influjo de Degas y de los grabadores franceses. Su lenguaje se basa en los efectos de la línea de ritmo ondulante que capta sobre todo la silueta y el gesto, con encuadres parciales y asimétricos en los que el pintor se sitúa con frecuencia a espaldas del modelo. La temática gira constantemente en torno al mundo de diversión nocturna, al público de cabaret. Con gracia y picardía populariza a las más famosas bailarinas de la época. Su pintura no emite juicio moral alguno, se limita a la observación detalladísima que, por el valor concedido al ritmo lineal y al sentido decorativo, se encuadra en el modernismo, pero que por su visión deformadora y agobiante, por su tiempo detenido, resulta notablemente expresionista. Hace un dibujo lleno de expresión, con intención caricaturesca. Su arte es un dibujo coloreado con colores planos. Las figuras están siempre en movimiento. La trascendencia como cartelista ha sido grande. Con sus creaciones para anuncios de espectáculos y actuaciones artísticas inicia la historia del cartel como género artístico. Une la claridad comunicativa, el valor decorativo de la línea con las amplias manchas de color y la fuerza expresiva de la actitud y el gesto. |
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