Muchos manieristas realizaron excelentes retratos que son, sin duda, lo que mejor hicieron. Grandes maestros del dibujo, al pintar un retrato, la realidad del modelo les obligaba a modificar su línea académica, impregnando así su obra de la vitalidad que faltaba a las escenas religiosas o profanas. El influjo de Venecia con un color lleno de posibilidades y la presencia de pintores de los Países Bajos en Italia, hacía popular el gusto por el paisaje y otros géneros. Todo ello lleva a que a finales del XVI se deje sentir el afán de una reforma, que va a ser realizada fundamentalmente por dos hombres: Caravaggio y Aníbal Carracci. Miguel Ángel Caravaggio (1573-1619) es una de las figuras estelares de la pintura. Aunque parte de sus obras están fechadas en el XVI, su pintura cambia el rumbo del arte. Es el padre del naturalismo. Sus obras se alzaron en el panorama italiano como una auténtica revolución, dando a la vez un giro total a la carga moral del cuadro. La violenta reacción que su pintura produjo en la Iglesia se explica no sólo por este cambio, sino también por el carácter del pintor. Pero en el fondo, está de acuerdo con la renovación que hizo San Felipe Neri, predicando una vuelta a la sencillez evangélica, a la pureza de los primeros tiempos. Había que exaltar el amor a los pobres, a los sencillos, eliminando de la vida de la Iglesia mucho aparato externo. En las primeras obras, entre 1590 y 1599, se deja inspirar por sus predecesores, pintando sobre fondos claros e iluminando toda la figura, como se ve en Baco, en San Juan Bautista de la Pinacoteca Capitolina, o en el Sacrificio de Abrahán. Pero en ellas se advierte ya un nuevo concepto pictórico: frente a las escenas grandiosas, colmadas de figuras, instaura un cuadro sobrio, de pocos personajes. No cuenta historias, apenas hay asunto, y en todo caso, es un pretexto para pintar. Los personajes más ordinarios van a parar a sus cuadros: el tipo de la calle pasa a ser el héroe del cuadro. Se cuenta que al encargarle la obra de la Buenaventura se le mandó copiar estatuas antiguas. La respuesta de Caravaggio fue contestar que la naturaleza le había dado buenos maestros, y así pinta a una bohemia como la que decide la suerte. Su proceder era trabajar ante el mismo modelo. El período de madurez lo realiza en Roma. Hace sus cuadros más populares; aumentan el tamaño. La luz se va a proyectar fuertemente sobre la forma, y el contraste con la sombra es violento e intenso. Si la luz de Leonardo era suave, la de Caravaggio es intensa, como la de la luz artificial en la noche, o la del rayo de sol en la oscuridad. Sitúa el foco de luz fuera del cuadro, con lo que concentra el interés en las manos y en la caras. Así el color queda subordinado a la luz; el claroscuro es el verdadero armazón del cuadro. Para crear esos efectos de luces y sombras, refiere uno de sus biógrafos, pintaba con luz de sótano, es decir, con iluminación muy alta y única, a fin de que las paredes permaneciesen en la sombra. A ello se debe el nombre de tenebrismo con que se conoce su estilo y el de sus imitadores. En iglesia de san Luis de los Franceses (Roma) realiza el ciclo de la la vida de San Mateo. Con la vocación de San Mateo, Caravaggio inició su andadura por el tenebrismo, una técnica en la que, aunque no fuera su auténtico creador, sí se convirtió en su principal seña de identidad hasta llegar a convertirse en su representante por excelencia, dando lugar a un efectista uso de la luz que fue seguido por una multitud de pintores barrocos en toda Europa. Pero el cambio se instaura también en el personaje. Desentierra de los santos los nimbos y toda retórica. Predica la santidad de lo humilde; desaparecen los atributos de los santos. En el Martirio de San Mateo o en el cuadro del encuentro de Emaús lo podemos ver claramente. Los personajes santos vienen de la calle. Esto desencadena las protestas de las autoridades eclesiásticas y muchos cuadros del artista son retirados. La tela del Santo Entierro nos da un fuerte efecto plástico: la losa ofrece su arista hacia delante, saliéndose del cuadro. La composición diagonal del cuadro, el rostro del santo varón que deposita a Jesús, los gestos y los tipos pocos distinguidos, la iluminación típicamente tenebrista pero efectista, nos dan las características de este tipo de pintura plenamente barroco. Pero donde la iluminación resulta claramente tenebrista es en la Muerte de la Virgen. El tomar por modelo para la figura de María a una mujer ahogada en el Tíber, con el vientre hinchado, es superior a lo que puede soportar el ambiente clásico romano y la protesta obliga a retirar el lienzo del templo para donde se pinta. La crítica veía falta de decoro en la obra. Ni la grandiosidad de la composición dentro de la aparente sencillez, ni la forma como el intenso claroscuro valoriza el contenido trágico del tema creando uno de los cuadros más efectistas de la pintura barroca, logran compensar para sus contemporáneos el desacato realista de Caravaggio al sentido clásico y a la piedad. Entre 1600 y 1601 pinta La conversión de San Pablo. Su ejecución le acarreó numerosos problemas por la oposición de los eclesiásticos. Este lienzo, o el de la Crucifixión de san Pedro, todos ellos pintados para la iglesia de santa María de Popolo en Roma, crearon tal rechazo que incluso llegaron a ser retirados del altar. Caravaggio ha revolucionado la pintura, tanto en el tema como en la concepción pictórica del cuadro. Las consecuencias de su obra se dejaron sentir en toda Europa en buena parte del XVII.
Pero si la Iglesia tardó en aceptar los postulados del naturalismo de Caravaggio, esta misma Iglesia tuvo que buscarse alguien que supiera interpretar sus anhelos. Los Carracci fueron una familia de pintores boloñeses, integrada por los hermanos Agostino (1557-1602) y Annibale (1560-1609), y su primo Ludovico (1555-1609), que recuperaron para el arte italiano la concepción poderosa y sensual del mundo mitológico. En Bolonia se forma una escuela ecléctica, donde se inaugura la primera Academia de Bellas Artes, llamada de los "Biencaminados", dedicada a la pintura. El más importante y el que ejerció mayor influjo fue Aníbal Carraci. Las actitudes nobles, grandilocuentes, en las que el ideal está servido por una grandeza de concepción que continúa el aristocratismo impugnado por Caravaggio. De esta pintura se alimenta la pintura "clásica" del XVII, no solo italiana, sino también buena parte de la francesa. Su obra maestra es la decoración del salón grande del Palacio Farnesio de Roma, donde se narran los amores de los dioses. Se fingen arquitecturas y se pintan hombres atléticos, formando el conjunto decorativo más importante desde los tiempos de Miguel Angel. Los frescos se ambientan dentro de una arquitectura ilusionista, que aspira a prolongar la arquitectura real del edificio, de tal manera que los encuadres parecen verdaderos cuadros, con sus marcos de estuco. El esquema de la cuadratura fue utilizado por Miguel Angel en la Sixtina, pero van a ser los maestros de Bolonia los que consagren esta forma. La trascendencia de estas grandes composiciones es considerable. Representan el jalón inmediatamente anterior al barroquismo de Rubens.
Tiépolo (1696-1770) es el pintor más dotado de los pintores italianos de ésta época y el último gran pintor barroco. Colorista por excelencia, se olvida por completo de las tenebrosidades. Se le considera como el más adecuado maestro del rococó en Italia. Aunque hace cuadros de caballete, sobresale especialmente en la pintura decorativa. Se inspira en Veronés, surgiendo nuevamente los tonos claros, las pompas de Venecia, las imponentes arquitecturas, los cielos inmensos y los grandes banquetes. Las figuras navegan por el aire con un dominio absoluto. En el Palacio Real de Madrid, tras la llamada de Carlos III, pinta en la Sala del Trono las Glorias de la Monarquía española, soberbio canto a España. Forman corte a España diversos dioses de la antigüedad y figuras alegóricas, todo ello enmarcado por los espléndidos grupos y personajes que simbolizan las diversas provincias, tanto peninsulares como ultramarinas. Pocas obras tan bellas y optimistas como este inmenso conjunto de personajes, animales y nubes. Otra faceta de la pintura veneciana lo constituyen las perspectivas urbanas. Ya hay antecedentes en Bellini y Carpaccio, pero ahora el cuadro disminuye de tamaño y la perspectiva se hace más profunda, buscándose la dimensión más larga de los edificios y la línea de los canales. Ya en aquella época se había ganado Venecia la fama de los turistas. La gran demanda de cuadros recordatorios que de ello surge explica el detallismo y fidelidad, ya que el viajero quería un recuerdo. Entre los principales representantes están El Canaletto (1679-1768), que fue el primero en utilizar la cámara oscura para dibujar las líneas en sus exactas proporciones de las vistas de Venecia. Pero sobre todo Guardi (1712-1793), que inaugura una nueva técnica: prescinde del dibujo y aplica pinceladas sueltas y empastes, de forma que se revela como un impresionista en una escuela predispuesta para ello. De entre sus numerosas obras, estas son algunas de ellas.
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El siglo XVII recibe el apodo de Siglo de oro tanto en el terreno artístico, como en el cultural, religioso, literario, etc. y ello a pesar de la crisis económica que afecta al país durante el siglo. La pintura española es muy importante no sólo por el número de pintores, sino por ser también su originalidad. Distingue a la pintura española el equilibrado naturalismo. El pintor se acerca a lo humilde de manera filosófica, prescindiendo de su posición social. Y de la misma manera que se representan estados excepcionales del alma, sin vanagloria humana, se salva al individuo por el arte. Por esa razón, lo imaginativo y fabuloso, la mitología, apenas aparece en nuestra pintura. Esto hace que la obra tenga una composición sencilla. Se gusta el movimiento violento e impetuoso; no se entiende la interpretación heroica de los temas religiosos. En una España católica y monárquica, con la Contrarreforma como fondo, la pintura es esencialmente religiosa, y en menor grado retrato. De los restantes géneros, sólo el bodegón crea un tipo diferente al de otras escuelas. El cliente máximo de pintura es la Iglesia a través, sobre todo, de las Órdenes y Congregaciones religiosas. Caso aparte es la Corte, donde la monarquía es la que absorbe gran parte del trabajo. La técnica pictórica preferida es el óleo sobre lienzo. España es uno de los Países donde más hondamente arraiga el tenebrismo. La influencia de Caravaggio es patente, pues sus obras son pronto conocidas en España. Con todo, nuestro tenebrismo tiene entidad propia y acabará siendo abandonado.
Francisco Ribalta (1565-1628) desempeña un papel importante en la fase inicial. Formado en la Corte, viaja a Italia, donde posiblemente recibe la influencia de Caravaggio. En La Cena, del Colegio Corpus Christi, de Valencia, los apóstoles están agrupados en torno a una mesa circular. Los rasgos son muy expresivos y está estudiada la sicología de los personajes. Los apóstoles del primer término tienen las plantas de los pies vueltas hacia el espectador, un elemento claramente caravaggesco. Pero donde se ve un paso más avanzado en la evolución de su estilo es en El éxtasis de San Francisco y en el Abrazo de Cristo a San Bernardo. En los dos la paleta de colores se simplifica y la luz toma una entonación dorada. La sensación de plasticidad es admirable. Pero es aún más de admirar la significación religiosa, llena de virilidad. La postura de ambas figuras son naturales. San Bernardo abraza a Cristo con sinceridad, sin teatralidad. Una clara línea diagonal nos indica que estamos en una composición típicamente barroca. La fuerza del dibujo, la sólida anatomía del cuerpo de Cristo, los espléndidos pliegues del hábito, la luz lateral, son frutos de la madurez artística. En ambos cuadros el tenebrismo es un expediente para concentrar la atención en las profundidades de los sentimientos. José de Ribera (1591-1652) marcha tempranamente a Italia, donde permanece toda su vida. Con todo hay razones para considerarle como pintor español. Pinta en Nápoles, tierra española; los caracteres de su pintura son los propios hispanos; firma como el Spagnoletto; su clientela es fundamentalmente española, y hacia España vienen sus cuadros. Es uno de los pontífices del tenebrismo. Sus luces y sombras son diferentes a las de Caravaggio. Ribera hace las superficies ásperas, pastosas; se siente la piel. Donde no hay tinieblas brilla un riquísimo color, vibrante. La pincelada es segura y espesa, con un perfectísimo dibujo. La pintura religiosa domina en su temática. No arredran al pintor los martirios y escenas violentas, pero siempre dentro de una moderación, de un naturalismo. Por eso no repara en lo degenerado ni en las imperfecciones físicas del modelo. Pobres y mendigos los vemos en sus cuadros (El patizambo). De su primer momento tenemos a Arquímides, que no es el sabio de la antigüedad, sino un mendigo optimista, buscado entre lo más bajo de la sociedad. Nos da un rostro poderoso, lleno en su miseria de noble vitalidad y aún de decisiones intelectuales. Es un buen pintor de desnudos, aunque no sea más que el macilento cuerpo del asceta o del mártir (San Andrés, El martirio de San Felipe). En éste último la grandeza de la composición prima sobre la crueldad del tema. El momento elegido es aquel en que tratan de elevar al santo, atadas sus manos al madero, para desollarlo. Pero son los esfuerzos de los que tratan de levantarlo y el peso del santo los dos motivos esenciales del cuadro. El naturalismo surge de nuevo con fuerza: San Felipe es lo más opuesto a una santidad de gestos "nobles". Todos los personajes han salido de lo vulgar del pueblo; sólo se distinguen por la calidad de sus sentimientos. Ya hemos podido apreciar que compone austeramente, buscando el efecto de monumentalidad. Nada más aleccionador a este respecto que El sueño de Jacob. Una sola figura, un tronco de árbol y una nube luminosa. También encontramos aquí la trayectoria de Ribera: de la tenebrosidad pasa a la luminosidad, a la pincelada suelta y cargada de luz. (Magdalena en el desierto) Para el virrey, duque de Alcalá, realiza La mujer barbuda, un retrato de Magdalena Ventura, a la que le crece barba. Con la disipación de las tinieblas pinta, para el virrey, Conde de Monterrey, la Inmaculada Concepción de las Agustinas de Salamanca, pintura llena de luz y colorido. Crea esa ambientación cálida del barroco. La Inmaculada es un tipo admirable de finura, extraordinariamente grandiosa y monumental. Muerto Ribera, una legión de imitadores y copistas inundan la región de obras que, puestas bajo el nombre de Ribera, han sido la causa del descrédito del pintor, hoy plenamente revalorizado.
Zurbarán (1598-1664) es pintor de la misma generación que Velázquez. Goza hoy este pintor de la máxima popularidad. Con él afrontamos un estadio que si bien es arcaizante, dentro de las grandes novedades velazqueñas, es muy representativo de la sensibilidad española apegada a volúmenes concretos y a expresiones de un humanismo compatible con las mayores exaltaciones místicas. Pocas veces emplea el paisaje para escenario de sus lienzos. Por lo común la escena aparece en un ambiente cerrado, acotado por paredes que saben a papel. Su inspiración en la escenografía teatral resulta evidente; de ahí deriva la falta de profundidad de sus cuadros. La arquitectura no tiene el menor poder ilusionista. Se ha observado la escasa inventiva del maestro en el arte de componer. Se diría que ni siquiera compone, ya que las figuras se disponen en filas paralelas a la superficie del lienzo. En cambio, la atención es total a rostros y manos, que adquieren un enorme poder expresivo. Tiene su pintura un aire serio, melancólico; sin pompa. Por eso, aunque vive y se desenvuelve en Sevilla, su arte flota aislado en aquella escuela. Zurbarán se mantiene toda su vida dentro del tenebrismo. Sus luces, sin embargo, son claras y transparentes. Es admirable pintor de telas blancas, de rasos, de gruesos terciopelos rojos y ricos bordados. El interés naturalista le lleva a pintar los libros, las piezas de orfebrería o cerámica, las flores, las frutas, con el mismo entusiasmo que las manos o rostros. Estos temas secundarios solicitan nuestra atención tanto como los principales. Sus lienzos se acercan a lo más elevado sin esfuerzo, y nos ilustran mejor que nada acerca de los ideales de la Contrarreforma y del intenso fervor de las órdenes religiosas. Nada de crueldades, todo es goce místico, contemplación afectiva, inmovilidad física. El tenebrismo ayuda a conseguir este fin: la luz clara, vivísima, ilumina a sus monjes. Zurbarán es sobre todo el pintor de frailes. Tiene diversas series monacales, de gran tamaño, uno de los grandes empeños de la pintura barroca española. Firma un contrato para pintar veintiún cuadros para el monasterio de dominicos de San Pablo, en Sevilla. Dos años más tarde recibe otro encargo para el convento de la Merced, de Sevilla, con escenas de la Vida de San Pedro Nolasco, fundador de la orden de la Merced, donde ya aparece claramente como extraordinario pintor, con escenas sencillas y monumentales (Aparición de San Pedro apóstol a San Pedro Nolasco, Visión de San Pedro Nolasco). Abundan en estos cuadro las escenas en las que los religiosos son regalados con la presencia divina, pero lo hacen sin teatralidad, con la expresión firme e intensa del creyente que no precisa de gestos aparatosos para rendir homenaje a lo sobrenatural. Para la Cartuja de las Cuevas (Sevilla) pinta la Virgen de la Misericordia, protegiendo con su manto a los religiosos, y San Hugo en el refectorio, ejemplos de composiciones reposadas, graves y sencillas. Acostumbra en los cuadros a abrir la escena por el fondo, donde coloca una puerta, acentuándose el efecto de profundidad debido a la luz intensa que penetra por allí. En la Apoteosis de Santo Tomás, para el Colegio Sto. Tomás de Sevilla, nos presenta un mayor número de personajes, divididos en tres estratos, con la magnífica figura del Santo en medio. A pesar de la multiplicación de figuras o de estratos, la sólida monumentalidad de las figuras hace que no resulte el cuadro abrumador. Va a ejecutar las series de los lienzos para la Cartuja de Jerez y para el Monasterio de Guadalupe. Este último es el ciclo más popular. Se expresan escenas místicas narradas con toda naturalidad. Destaca entre otros la Aparición de Jesús al Padre Salmerón, uno de los cuadros más sencillos de Zurbarán, pero también de los más inspirados. Hay que notar la unción de las manos del Padre y la delicadeza con que Jesús posa su mano en la frente de aquel. Los colores alcanzan una inigualable sublimidad. Pinta también figuras aisladas vestidas con ricas telas, como Santa Casilda, verdadero retrato, donde notamos su vocación colorista y pintor de calidades. Nos pueden hacer pensar en la costumbre de algunas damas de retratarse bajo la apariencia de santas. Tal vez por medio de Velázquez, su amigo, fue llamado a la Corte. Sale de su habitual temática para ofrecernos batallas y mitologías. Eran obras destinadas al Salón de los Reinos del Palacio del Buen Retiro. En el Socorro de Cádiz vemos un cuadro desigual, pues la poca habilidad compositiva de la batalla naval al fondo (un telón) se compensa con los buenos retratos del primer término. En Los trabajos de Hércules no se muestra muy afortunado. Sólo destaca el fuerte modelado del cuerpo de Hércules. La inclusión de estos diez lienzos en el programa iconográfico del Salón de Reinos tendía a glorificar la monarquía de los Habsburgos, representados por Felipe IV, como heredero del mítico Hércules. A través de Hércules se representaba a Felipe IV como un rey virtuoso y bondadoso, pero también vencedor de las discordias y como el que unía en su persona los distintos reinos representados en el Salón. Son contados los bodegones que conocemos de su mano, pero son muy personales: simplicidad de composición (varios objetos en fila), sentido del volumen, calidad de lo representado. La luz blanca idealiza la materia. Alonso Cano (1601-1667), granadino de nacimiento,
es pintor, escultor y arquitecto; fue una de las figuras más destacadas del
barroco. Con quince años se traslada a Sevilla, donde estudia pintura con
Francisco Pacheco, y donde coincide con Velázquez. Igual que éste último, tuvo
una primera etapa tenebrista. El paso por la corte madrileña como protegido del
Conde-Duque Olivares, donde conoce las colecciones reales, la obra de Velázquez
y la pintura veneciana, originan su estilo idealizado, clásico, de una calidad
similar a la de los mejores pintores españoles. Su pintura no es trasunto de la
vida azarosa y llena de situaciones difíciles que por su temperamento polémico
protagonizó. Su pintura es suave, refinada, culta, idealista; pinta con unos
colores muy delicados Este idealismo, que también se aprecia en su escultura, es
más de valorar, pues en aquella época privaba más el culto a la realidad.
Creador de tipos, destaca muy pocas figuras, una o dos, sobre un fondo neutro o
paisaje vaporoso. Bartolomé Murillo (1617-1682) pertenece a otra generación, interesada más por lo pictórico que por lo plástico. Es uno de los principales cultivadores del género religioso. Inicia una aproximación de la religión al pueblo por la vía familiar. Basta contemplar la Sagrada familia del pajarito para notarlo. Interpreta los temas con un colorido deslumbrante y con un aparato propio de su estilo; pero no emplea el tono ampuloso de Rubens o la teatralidad de los italianos. Prefiere imaginar estos temas en un escenario más humano y sencillo, introduciendo pormenores y escenas secundarias tomadas de la vida diaria. La obra de Murillo responde al espíritu de la Contrarreforma, deseosa de despertar el amor fervoroso del creyente por la contemplación de una escena humana, sentimental y tierna, y de amplios rompimientos de gloria. Tiende más a lo bonito y gracioso que a la perfección ideal. Por eso es el pintor por excelencia de la mujer andaluza y de los niños. En el enorme lienzo de San Antonio contemplando al Niño se preocupa por la luz, que le lleva a un rompimiento de gloria, deslumbrante de luz, opuesto a la zona terrena. Una preocupación tenebrista a lo Rembrandt notamos en El Sueño y la Revelación del patricio Liberio, donde nos narra la fundación de la Basílica de Santa María la Mayor, de Roma, ordenada por la Virgen al patricio. La maestría y soltura técnica nos hablan ya de una madurez. Llega a sobresalir pintando a la Virgen con el Niño o cuando hace diferentes versiones de la Inmaculada (de Soult. del Prado, y otras). Imagina el rostro de la Virgen como el de una niña, los ojos elevados al cielo. Humaniza los tipos divinos, pero con gracia andaluza. En las Inmaculadas el volumen se pierde ante los requerimientos de la atmósfera luminosa. La Virgen tiene la consistencia de una leve nube. Los ángeles se multiplican, se ablandan y se esfuman. Da forma definitiva al tema y nos deja varias versiones. Pintor enamorado de la infancia, nos ofrece cuadros llenos de ternura y delicados de color, como en Los niños de la concha o en El buen Pastor. Cuando estos niños forman un cuadro de costumbres, sorprende a los mendigos, sus buenos amigos, al deambular por los barrios sevillanos. Con ello se adelanta al XVIII. Pero no hiere nuestra sensibilidad haciendo relucir la miseria, sino que nos presenta a los pobres felices, comiendo uvas, quitándose las inmundicias, o simplemente jugando. Valdés Leal (1622-1690) presenta una personalidad humana y artística totalmente diferente a Murillo. No hace amable la existencia, sino que exagera las desventuras (Los jeroglíficos de nuestras postrimerías) [Jeroglífico= expresión de un pensamiento por medio de elementos simbólicos].
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660) nace en Sevilla. Estudia con Pacheco, con cuya hija se casa. El punto de referencia para la pintura cortesana hay que tomarlo a partir de las obras que pinta en su etapa sevillana. Técnicamente se caracteriza por la dura plasticidad, el tenebrismo y las ricas calidades, el dibujo preciso, detallado, atendiendo al pormenor con exactitud. Pinta una mezcla de género con bodegón en El aguador o en La vieja friendo huevos; interiores domésticos, repitiendo los tipos de los personajes. Hay en ellos un fondo melancólico, una forzada sonrisa. Transparencias (vaso o botijo del aguador) y calidades elevan estas pinturas a un alto nivel artístico. El Aguador más que un simple retrato triple puede suponer una alegoría sobre el gusto. La nobleza del gesto y la delicadeza de las manos del aguador contrastan con el raído vestido. Otros cuadros son un intermedio entre el bodegón y los cuadros religiosos. Así ocurre en Jesús en casa de Marta y María, cuadro con el que inicia la tendencia tan arraigada en él de unir el primer término con una escena de fondo (como acción que transcurre en otra habitación vista a través de un hueco o puerta, o como un cuadro colgado en la pared, o como la imagen reflejada en un espejo de algo que sucede delante de ellos, y, por tanto, en el lugar donde idealmente se haya el espectador). En esta temprana edad trata el tema religioso en La adoración de los Reyes. Establecido en Madrid, pasa con facilidad al servicio de la corte del rey Felipe IV, al que retratará en sucesivas ocasiones. Es muy significativo que desde su llegada a Madrid desaparece de su producción casi por entero la pintura religiosa que hubiese sido fatalmente, de continuar en Sevilla, su actividad principal. El servicio a la corona le va a permitir sin duda el contacto diario y atento con las colecciones reales, de riqueza excepcional. De las obras de estos años la más significativa es Los borrachos o El triunfo de Baco, en la que podemos notar cómo Velázquez está aun lejos de armonizar las figuras con el ambiente. El realismo alcanza una nota grande dentro del templado Velázquez. Toma en serio la mitología, pero lo hace con un tinte realista. Con todo, la selección de los tipos, la composición, la luz y el color, responden plenamente a un bodegón. La situación en que se encuentra Velázquez le permite algo difícil o poco frecuente en los pintores españoles: el viaje a Italia, que le abre a las novedades artísticas europeas. En el primer viaje a Italia pinta La fragua de Vulcano, que significa un mayor equilibrio entre figuras y ambiente. El contacto con Rubens y con Italia se hace notar. El tenebrismo desaparece y la precisión de la forma comienza a ceder ante el interés de una perspectiva más aérea y una técnica más suelta. El cuadro representa el momento en que Apolo descubre a Vulcano la infidelidad de su esposa Venus. Logra expresar el choque sicológico del marido burlado. Vuelto de Italia, realiza el cuadro de Las Lanzas, o la Rendición de Breda, para el Salón de Reinos del Palacio Real del Buen Retiro. Representa el momento en que Justino de Nassau, después de una valiente defensa, entrega la llave de la ciudad a Ambrosio Spínola. Con este cuadro supera a todos los cuadros de batallas que había en el Salón de Reinos. Resalta la hidalguía del vencedor. Velázquez, con su acostumbrada elegancia espiritual, no imagina a éste con gesto victorioso, sino afable y caballeroso con el vencido, como elogiando el valor. La victoria es resaltada por la superioridad de las lanzas españolas sobre las picas holandesas. El ambiente alcanza gran profundidad y transparencia, equilibrándose las figuras y el medio. Pese a la naturalidad de la agrupación, utiliza su esquema geométrico del aspa. Este cuadro de historia sirve para medir a Velázquez ante las dificultades de lo multitudinario. El retrato va a ser una de sus principales ocupaciones en la corte. Aparecen los tonos plateados, que proceden del Greco y de Veronés. Van a surgir también los retratos ecuestres, con diferentes modelos: el caballo al paso, saltando, o levantando las patas. El retrato de Felipe IV presenta al monarca sobre el caballo en corbeta, en la actitud preferida por los escultores barrocos para las estatuas ecuestres. Al fondo, como en tantos otros cuadros suyos, la sierra del Guadarrama. Tanto en este cuadro como en el Príncipe Baltasar Carlos se ve un dominio pleno del aire. Se sirve de una pasta finísima, muy líquida, que da impresión de acuarela. El paisaje se dispone en tres franjas diagonales, de diferentes colores, formando el esquema en aspa, muy velazqueño. El caballo ejecuta un salto, no corveta, lo que da un violento escorzo. El impulso es decididamente hacia delante, como para salirse del cuadro. Pero frente a este impulso opone otro en sentido contrario, ya que el paisaje nos hace ahondar en la perspectiva. Por su concepción análoga, debe citarse el retrato que hace del Conde Duque de Olivares, que sigue la misma línea que los reales. Quizá sea éste el único caso en que Velázquez traiciona un tanto su seriedad y equilibrio, cediendo ante la adulación. Otros tipos de retratos, como cazadores, son también importantes: Felipe IV, el príncipe Baltasar Carlos, el Infante Don Fernando, etc. De otro carácter son unas singulares obras religiosas pintadas en estos años, ambas por encargo real. En el Cristo, de serena y mística dulzura, vemos la dignidad de un bello cuerpo varonil, con el rostro velado por las sombras del cabello, y que responde a la lección romana. Este y otros cuadros religiosos nos indican cómo concibe la pintura religiosa. Trata de evitar que su pintura sea reveladora de sentimientos personales. Siempre se mantiene dentro de una prudente distancia del tema sagrado, al que concibe lleno de dignidad. No en balde este Cristo es una de las pinturas esencialmente devotas para el pueblo español, y carece de toda retórica. También de eco clásico es La coronación de la Virgen, pintada para el oratorio de la Reina. Pintará otros muchos retratos, aunque no sean de la familia real. Hace casi toda la serie de bufones. Son personajes singulares, herencia de otros tiempos, que pulularon en torno al rey, al que divertían y advertían de la realidad circundante en un tono de familiaridad notable. Desde tiempos remotos estos "hombres de placer" habían sido retratados, tanto en España como en Italia o Flandes, por los mismos artistas que se ocupaban en retratar a los soberanos. Velázquez recoge, pues una tradición que contaba con nombres de pintores ilustres. Tal vez, a requerimiento de monarca, pinta durante buen tiempo a estos seres, de los que Velázquez nos ha dejado una galería impresionante. Cuando trata a un pobre contrahecho no se acerca a él con la curiosidad del naturalista, tan frecuente ante este género de tema, sino que sabe mantenerse a la distancia en que sus lacras, sin dejar de ser vistas, no repugnan, e incluso nos hace sentir cierta atracción hacia esas pobres gentes. El individuo se salva por el arte. Hacía tiempo (1634) que había pintado el Pablillos de Valladolid, lleno de expresión, y en el que se aprecia una gran conquista del espacio, pues, sin ninguna referencia a elemento arquitectónico, la figura aparece sólidamente apoyada en su propia atmósfera, en ese espacio que es aire circundante. En el Niño de Vallecas vemos la condición de imbécil por medio de esa gran cabeza (hidrocefalia), que apenas es capaz de sostener. Las pretensiones de entendido del Primo son irónicamente resaltadas al presentarnos el enorme libro que muestra el enano y con el que no puede. Cuando pinta enanos, piadosamente disimula este defecto del enanismo pintándolos sentados: El Bufón Calabacillas, Don Sebastián de Morra. En 1649 realiza una segunda visita a Italia para traer cuadros a las galerías reales. En Roma, su condición de pintor del rey de España le obre las puertas del Vaticano donde se le ofrece la ocasión de retratar al pontífice Inocencio X. Velázquez, que llevaba varios meses sin tomar los pinceles, quiso, antes de enfrentarse al pontífice, "prevenirse antes en el ejercicio de pintar una cabeza al natural". Fruto de ello es el retrato de su criado-esclavo Juan Pareja, que causó asombro. Pero aún es más valioso el del papa Inocencio X, por la penetración sicológica en el modelo y por el preciosismo de la materia. Pero la calidad de retratista no debe hacernos olvidar que Velázquez es un extraordinario paisajista. No se puede buscar nada parecido a los dos lienzos de Villa Médicis, donde la forma se expresa por medio de una serie de pinceladas que, vistas de cerca, resultan inconexas y aun destruyen la forma misma, pero que contempladas a la debida distancia nos ofrecen la más cumplida apariencia de realidad. El impresionismo del XIX aparece aquí ya prefigurado. Se ha considerado que son dos momentos del día: Mediodía y Tarde, lo que también será otra preocupación impresionista. Sin duda, sus estancias italianas le habían hecho revivir el gusto por el lenguaje de la fábula clásica, que se le imponía en cuantos palacios visitaba. En relación con esto, aunque hay quien los considera obras anteriores al segundo viaje a Italia, están dos obras capitales del autor: la Venus del Espejo y las Hilanderas. La Venus del espejo se basa en el tema del desnudo femenino, excepcional en la pintura española. La abundancia de pinturas italianas de este tipo hizo probar fortuna a Velázquez. El espejo permite la doble representación del personaje, muy del gusto barroco. Por la forma de poner el espejo parece que Venus, más que contemplarse, lo que hace es contemplar al espectador. Las Hilanderas o fábula de Aracne fue considerado como un cuadro de costumbres hasta 1947. Muestra una escena amable que representa a unas obreras de tapicería trabajando en su taller. Efectivamente esto es lo que pinta, pero no es lo que representa el cuadro. Hay un asunto mitológico: la contienda de Palas y Aracne. La luz y la atmósfera son recogidas de forma insuperable. Es uno de los cuadros más sabios, complejos y enigmáticos del autor. En los últimos diez años de vida, la paleta de Velázquez se hace completamente líquida, esfumándose la forma y logrando calidades insuperables. La pasta se acumula a veces en pinceladas rápidas y gruesas, de mucho efecto. Las Meninas es su obra maestra. Constituye un gran compendio de pintura: luz, espacio, ambiente, retrato, vida cortesana, etc. Se discute mucho el asunto, aunque parece ser que es un retrato de familia realizado en el Cuarto del Príncipe en el Alcázar Real de Madrid, pero rompiendo con los moldes tradicionales. Otra interpretación que se da al cuadro es que consiste en un retrato de la infanta Margarita, atendida por sus meninas, siendo los reyes espectadores de la princesa. El manejo de la luz, la conquista de profundidad, esa sensación de que la luz circula por dentro de la tela, ha sido denominado como perspectiva aérea. En los años centrales del XVII y en la segunda mitad del éste hay una numerosa serie de excelentes pintores. Claudio Coello 1642-1693) es la figura cumbre del período. Estudia a Velázquez, del que sabe recoger el dominio de la perspectiva aérea. Su pintura culmina con La Adoración de la Sagrada Forma, del monasterio de El Escorial, una de las obras maestras de la pintura española. Representa una procesión, la que se realiza con motivo de colocar la Sagrada Forma en la nueva sacristía. Se expone la custodia a la adoración de Carlos II y de la nobleza asistente. El escenario imaginado es la sacristía misma, para cuyo testero se pinta, y está dispuesto de tal forma que la perspectiva de la sacristía real parece continuarse en la fingida del fondo del cuadro. La escena ha sido concebida con la solemne gravedad propia del acto e interpretada con un naturalismo y un sentido de la perspectiva aérea tan perfectos que nos producen la ilusión de estar contemplando la ceremonia. Es además una excelente colección de retratos de los principales personajes de la corte. Se explica que Carlos II le nombrase pintor de cámara. La ambientación barroca resulta inmejorable. Sigue la trayectoria diagonal, que evita el monótono frontalismo. La espacialidad la consigue mediante la sucesiva colocación de impactos de luz (cirios y ventanales) que se amortecen hacia el fondo, y de figuras que arrancan del grupo de la izquierda. Véase también el cuadro religioso de San Agustín. Siglo XVIII (rococó) Al comenzar el XVIII la gran escuela pictórica española está agotada. Su golpe de muerte es la llegada de extranjeros (Tiépolo, Mengs), amparados por la corte de los Borbones. De este marasmo saldrá nuestra pintura cuando se produzca la brutal sacudida de Goya. En un ambiente dominado por el rococó en
Europa, son escasos los artistas españoles cuyo estilo pueda clasificarse dentro
de este estilo. Luis Paret y Alcázar (1746-1799), más que pintor
neoclásico por su cronología, es el máximo
representante y último de este estilo francés -autorretrato-. Pintó
escenas galantes y cuadros
costumbristas de carácter amable, con tonalidades brillantes, de gran
efecto decorativo (tienda
del anticuario, baile de
máscaras, parejas
reales). Por encargo de Carlos III, al que pintó
comiendo, realizó una serie de
vistas de puertos y marinas del Cantábrico.
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La pintura barroca francesa del XVII está influida por la Italiana y la flamenca. Gran parte de la actividad pictórica la absorbe la Corte. El tenebrismo está unido a las escenas de género, entre los que destaca Georges La Tour (1593-1652). Tiene predilección por los efectos de luz emanados de una bujía o vela (Magdalena). Los hermanos Le Nain (Antonio, Luis y Mateo), pero en especial Luis Le Nain, plasman ambientes agrarios con tipos comunes, cuya pobreza llevan con resignación y dignidad. Así, resultan personajes de una gran fortaleza moral que consiguen sobreponerse a su humilde condición (La forja). La línea clasicista está representada por Nicolás Poussin
(1594-1665). Pintor de corte en Francia, antes ha estado en Italia. Es
un estudioso de lo clásico (temas
clásicos) y sus figuras tienen un dibujo claro, lo que
hace que sus figuras tengan un plasticismo excepcional. Aunque no es
tenebrista, su claroscuro le permite dar a sus figuras, con el dibujo,
un modelado plástico bien acusado. Su colorido es suave, algo frío,
prenuncio del rococó. Imbuido de los mundos de la mitología, se dedicó a
la exaltación de la “Edad de Oro” de la Humanidad a través de bucólicas
escenas salpicadas de connotaciones antiguas, lo que le ha valido el
nombre de paisaje histórico. Pretende un equilibrio entre la pasión y la
belleza, conseguido por medio de una gran serenidad, tanto física como
espiritual.
Los dos primeros tercios del XVIII suponen
para la pintura francesa una de sus épocas más gloriosas. Resume
admirablemente el ambiente de la Corte y de las altas capas sociales. Es
la expresión del Antiguo Régimen. La galantería ha llegado a ser en esta
época la esencia de la sociedad. Y todo es lícito, con tal que se haga
con gracia. Y en primer lugar, los galanteos de la mujer. No es que la
mujer sea el punto de atracción, sino que la mujer participa activamente
en la política, en la moda y el gusto. El hombre guerrea en la palestra
del amor hasta lo inaudito. Se ven todas las licencias posibles, con
atrevida sinceridad: picardías, insinuaciones, exhibicionismo, etc. Oro gran pintor rococó es François Boucher (1703-1770) que pinta escorzos de bellos cuerpos femeninos desnudos entre ricas sedas. Los temas mitológicos predominan y en ellos Diana o Venus preside con su bello cuerpo. Pintor erótico por excelencia, sus atrevimientos siempre están matizados por un sello de distinción. Sus escenas de interior irradian el mismo gozoso sentimiento. Dentro de estas mismas tendencias se encuentra Honoré Fragonard (1732-1806), inclinado a exaltar la felicidad del amor y a la representación de figuras femeninas. Una de sus más renombradas obras es El columpio. |
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La firma de la Tregua de los Doce Años en 1609 separa definitivamente a Holanda y Flandes. Este sigue bajo dominio español adherido al catolicismo. Luchas religiosas, conflictos político-sociales y fronteras económicas, incubadas en el XVI, determinan la separación geográfica, que generará también concepciones artísticas antagónicas, observables tanto en la iconografía que decora las iglesias y viviendas como en el tamaño de los cuadros. Veamos las diferencias. En Flandes (católico, monárquico,
aristocrático y sometido al gobierno español), la temática religiosa está tomada
de los evangelios, de la vida de los santos y de los sacramentos, y se
plasma en grandes cuadros de altar. El género mitológico se sigue cultivando
para enriquecer los palacios cortesanos. El retrato es individual, y se hace
para mostrar el elevado rango social del retratado. Los bodegones son de
opulentas cocinas y despensas, con gran oferta de producción agrícola, pescado,
carnes y aves de corral; se trata de estimular el apetito. Rubens (1577-1640) es el máximo representante de la pintura flamenca. Maestro de una fecundidad enorme, se le adjudican hoy más de 3.000 cuadros, sin contar los muchos que han desaparecido. Pero Rubens no pudo realizar todo. Normalmente se limitaba a señalar la composición y los toques esenciales. Tuvo un taller enorme, donde abundaban los discípulos especializados. Recibe una esmerada educación de amplio sentido humanista y se forma con algunos pintores ligados al manierismo tardío. Va a Italia donde recibe numerosas influencias cuyo recuerdo perdurará en el artista hasta el final. Su arte no ofrece variaciones. Formado tempranamente, mantiene las mismas características a lo largo de su vida. Es el pintor barroco más representativo del movimiento, abundancia y desbordamiento de la forma. Bajo su pincel todo se hincha, se inflama, se retuerce como en la columna salomónica, no sólo el cuerpo humano, sino los caballos, telas, troncos, e incluso la tierra. Su colorido es fogoso, caliente, muy veneciano. Las composiciones son claramente diagonales. Como pintor de temas religiosos es de los más importantes: quizá ninguno sabe crear composiciones tan efectistas e impresionantes como La Adoración de los Reyes, donde deslumbra la riqueza, o como en la Crucifixión o en el Descendimiento. Aunque no siente lo religioso, estos cuadros pregonan el esplendor de la Iglesia triunfante. De manera especial se ve esto en la serie de cartones que realiza sobre El triunfo de la Iglesia para las Descalzas Reales de Madrid. La misma rapidez en pintar y la grandilocuencia, que son un mérito, son causa de su escasa dimensión espiritual. Desde muy pronto le atraen los temas mitológicos. La mitología es para él un repertorio inagotable que le permite seguir representando desnudos movidos por el hilo de una fábula: El rapto de las hijas de Leucipo, Venus ante el espejo. A la vez que paladín de la Contrarreforma católica, aparece el Rubens decorador de grandes palacios europeos de la monarquía absoluta. El ciclo más importante de esta serie es el de María de Medicis. Tres años tardé en hacer la serie. Ilustra en veintiún cuadros la vida de la reina, esposa del rey francés Enrique IV. El amor de Rubens al desnudo y su notable cultura clásica hace que el tema lo repita con frecuencia. Y aquí aparece el cuerpo de mujer, pero de la mujer madre, de carne blanda, grasienta. Puede restar sensualidad al desnudo. Casada con Isabel Brandt, la va a retratar varias veces, lo mismo que a Elena Fourment con quien se casa al enviudar. El cuerpo de Elena Fourment se halla implícito en varias de sus obras mitológicas: El Juicio de Paris, Las tres gracias, El jardín del amor. El paisaje se transforma ahora gracias al afán de movimiento. La superficie terrestre se mueve y sentimos la impresión de que los caminos serpean como seres vivos para hundirse en el fondo del cuadro, y que los árboles se retuercen. Las manchas de luces y sombras repartidas en el cuadro subrayan el dramatismo del paisaje y nos indican que el cuadro ha sido concebido en profundidad. Al frente de los discípulos de Rubens hay que colocar a Antonio Van Dyck (1599-1641). Toma por norma la elegancia y va a ser el pintor de la aristocracia, a la que sabe halagar componiendo los retratos con un sello distinguido. Concede importancia a la postura del retratado y a su vestidura. Adelgaza las figuras y las afemina. Las manos que pinta son inconfundibles: delgadas, puntiagudas, caídas. Nombrado en 1632 pintor de cámara de Carlos I de Inglaterra, al que pinta a caballo, pasa en este país los diez últimos años de su vida. Jacob Jordaens (1593-1678) fue el
último gran maestro tras la muerte de Rubens y Van Dick. Pintó obras decorativas
de gran tamaño, con cenas,
fiestas y escenas de género, así como temas
religiosos y
mitológicos.
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El arte de las provincias septentrionales está ligado estrechamente al triunfo del protestantismo que provoca una ausencia de representaciones religiosas como consecuencia de la furia antiicónica. Hay una preocupación por los individuos y las colectividades, así como por las cosas que les rodean; lo terreno desplaza a lo sobrenatural, como lo cívico a lo cortesano o aristócrata. De esta forma se abre un fecundo campo en el arte moderno: retratos, como verdadera vocación de Holanda; cuadros de género para enriquecer las viviendas de los burgueses; el bodegón, el género por excelencia; el paisaje, sobre todo el exterior, el de la ciudad donde vive el ciudadano. (ver el comienzo de Rubens) Frente a Utrech, católica y abierta a lo italiano, Haarlem se manifiesta protestante y radicalmente holandesa. De su escuela saldrá el retrato de grupo (doelenstukken) como uno de los géneros más representativos del arte holandés, adorno de los edificios en que se desarrolla la vida colectiva de la ciudad, sustituyendo al cuadro religioso, mitológico o alegórico, o a los retratos de monarcas y altos aristócratas. Frans Hals (1585-1666) es el verdadero creador del retrato de corporaciones. Hace que los personajes se muevan y departan unos con otros. En sus cuadros se percibe el típico carácter de los holandeses, el delicioso humorismo. Entre sus cuadros individuales destacan La gitana y el del Alegre bebedor, en el que Holanda entera se reconoce: un fino humorismo, unas buenas maneras, morigeradas aún en la bebida. Usa pinceladas agilísimas y llenas de luz. Su gran aportación vino en 1616, con el retrato colectivo, Banquete de oficiales de la milicia cívica de San Jorge. Este encargo prueba que el pintor ya había alcanzado cierta reputación como artista. Desde este cuadro, los encargos se hace muy habituales tanto de particulares como de instituciones. Rembrandt (1606-1669) es un holandés de nación y temperamento, incomprendido por parte de sus compatriotas. Como genio de la pintura, abarca todos los campos: el retrato, el paisaje, el interior, el cuadro religioso (para uso privado), el mitológico, siendo también excelente grabador. La grandeza de su obra está en la poderosa intuición de la realidad unida a un sentido universal. No es lo concreto lo que resalta en su obra, sino el sentido de lo universal. Su pintura coincide con la filosofía de Descartes. Ambas figuras se atraen. Su método de pintura es cartesiano: de lo analítico y positivo se eleva a lo general. En el Buey desollado, la más genial naturaleza muerta que se haya pintado, evidencia cómo el sentido idealista aleja en una obra realista la fealdad y repugnancia del tema. Es, además, uno de los grandes maestros del claroscuro. La sombra no es una zona opaca donde las formas desaparecen, sino un ambiente donde los colores vibran con menor intensidad, pero donde queda la escena aislada del mundo, con la poesía del misterio de la soledad. Tiende por lo común a lo monocromo, pero hace brillar con todo su fulgor los objetos metálicos en la oscuridad. Su claroscuro no es plástico, sino pictórico, por eso es diferente al de Caravaggio. Las figuras surgen de las sombras (Los peregrinos de Emaús). A diferencia de sus compatriotas le atrae el tema religioso, contemplado con profunda emoción, eludiendo el aparato externo. Su vecindad con el barrio judío y su amistad con comerciantes judíos, con frecuencia tipos de sus cuadros, le llevan a plasmar con insistencia temas bíblicos. En 1632 firma su primera gran obra: Lección de anatomía del profesor Tulp, composición piramidal en torno al cadáver luminoso; detallado estudio sicológico en quienes admiran la ciencia del sabio cirujano. Es una apología de una lección de cátedra; señala la confianza y admiración del discípulo por el maestro. La serie principal de cuadros de Rembrandt está integrada por retratos. Los hace individuales y colectivos. Ningún pintor ha pintado tantos autorretratos (más de cien). A través de ellos podemos apreciar el estudio de los problemas de la luz y diversas expresiones del rostro; por eso nos ofrece en ellos expresiones diferentes, tan cambiantes como la luz y la imaginación del artista. Los seres próximos, su hijo Tito, su mujer Saskia y Hendricke, la doméstica que goza del amor de Rembrandt a la muerte de Saskia, son sus modelos representados continuamente, solos o en escenas familiares. Tras la muerte de Saskia pinta La Ronda nocturna. El asunto es una toma de armas: los personajes preparan sus armas para iniciar una acción, no sabemos cuál. Es un tema de encargo. Le habían contratado un doelen, donde lo importante eran los retratos. Pero él busca su propio gusto, y hace un cuadro de historia contemporánea, postergando el retrato en aras del conjunto. Así se le considera, como un monumento al pueblo holandés tomando las armas para defender las libertades. Ya de por sí asombra que una acción ocurrida a plena luz del día se envuelva en tinieblas. La luz ciega, deslumbra, y en la misma sombra impera el color. La acción está muy estudiada: las figuras se disponen en agrupamientos triangulares; la acción tiene un movimiento curvo. En 1661 pinta Los síndicos de los pañeros, su obra maestra. Gran retrato corporativo, ejemplo de sabiduría compositiva, indagación sicológica y elementalidad de color. Su pintura gana en espiritualidad y adquiere una técnica cada vez más libre y esencial, se convierte en incomprensible para el público, aunque es apreciada por los expertos. (Hombre del yelmo de oro, en el que la materia pictórica se hace casi monocroma). Sin visitar nunca Italia, trata temas mitológicos, en los que se aparta de la interpretación y de los valores de la pintura más tradicional clásica de Italia (Danae, Rapto de Ganímedes). Jan Vermeer (1632-1675), nacido en
la pequeña ciudad holandesa de Delft, es una de las máximas figuras del barroco
holandés. No conocemos mucho acerca de su biografía. Vermeer recrea como nadie
el ambiente de un país pequeño como es Holanda. Rechaza todo lo que implique
grandeza, él es pintor de las pequeñas cosas. La introducción del paisaje en la pintura holandesa del XVII fue una gran novedad. Entre los numerosos pintores que se dedican a este género, destaca Jacobo Ruisdael (1628/29-1682). En sus paisajes aparecen escenas típicas holandesas, donde el sol se filtra entre las nubes e ilumina las zonas de las marismas. Hobbema (1638-1709), discípulo de
Ruisdael fue también un gran paisajista,
pero que no tuvo el reconocimiento que se le debía hasta después de su muerte. |
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